Mirémoslo al pequeño, al inocente bebé. “Es igual a su padre” dicen las brujas. Miremos como se babea, como se duerme, como se caga. “Tiene tus ojos” me repiten esas aves carroñeras que siempre se presentan ante un nuevo nacimiento. Tías, primas, parientes salidas de la nada que parecen encontrar en los recién nacidos un chispazo de frescura, algo de vida, que es lo que tanto les falta
“Se durmió, ¿no es hermoso?” La gente pierde la cabeza frente a los bebés, olvidan todo lo que los vuelve humanos y los distingue de los cerdos, que disfrutan revolcándose en el barro, comiendo basura o hablándole a un niño con palabras de bobalicón.
No confío en mi hijo. Al principio creí que el ser padre podría llegar a gustarme. Que la paternidad era un regalo que nos otorga la vida, plena de generosidad y amor incondicional, pero esa ilusión terminó pronto. El día del parto me desperté con un mal presentimiento. Una sensación indefinible me acompañó desde la mañana, y en el momento que él nacía, una luz de alerta se iba encendiendo dentro mío. Vi a la criatura por primera vez, y por el modo en que él me miró, tuve la certeza de que sería mi verdugo.
Desde que llegó busco evitar su presencia, pero me es imposible, ha invadido mi casa. Debo tenerlo cerca quiéralo o no, porque fui yo quién lo engendró y ahora es tarde para arrepentirse. Los hijos matan a los padres, y él lo sabe. Conoce mi situación, evalúa mi debilidad y me observa agazapado. Espera, simula, sabe. Sabe cual será exactamente el momento para matarme.
Esto no puedo hablarlo con mi mujer. Desde que apareció ese demonio está irreconocible. Vive por y para el bebé y cayó definitivamente dentro de sus trucos. Él se ha adueñado de la casa, como un rey, que llega a su palacio e impone sus reglas, y si a alguien no le gusta, manda a que le corten la cabeza.
En una primera oportunidad le hablé a mi esposa de mis temores.
- Nora – le dije – creo que el niño quiere matarme.
Pero fue inútil. Fue inútil explicarle esa sangrienta ley básica de la vida. Lo nuevo debe eliminar a lo viejo. Esa es su naturaleza, para eso vienen al mundo, para deshacerse de lo podrido, lo que ya no sirve, y buscar su espacio en este ambiente que les da la espalda. Y en esa espalda es donde, con infinita astucia, clavan sus puñaladas mortales.
Nora no lo entiende. No se da cuenta del peligro que sin pensarlo, durante nueve meses, estuvimos incubando. No ve la amenaza latente que todas las noches duerme, astuto, a pocos pasos de nuestra habitación.
No sé cómo lo hará, ni cuándo, pero sé que esa criatura solo piensa en eliminarme, en hacerme desaparecer. Los hijos entierran a los padres. Con cada nacimiento comienza una batalla. O se impone la voluntad de los padres, o bien, es el hijo el que triunfa sobre la ruina de quienes no pudieron dominarlo. Al ver a ese bebé, supe que esa batalla ya la había perdido.
Escucho el ruido de su llanto, y acostado en la cama, despierto, siento como se roba a mi mujer. Ella se levanta y va a atenderlo. Aprovecho su ausencia, y por tercera noche consecutiva, me visto y me voy.
Al llegar al bar pido lo que sea que tengan que pueda hacer que me relaje, y se ilumine, por un momento, el tono sombrío de mis pensamientos. Pero la bebida solo hace más claro lo que ya es evidente, y me sumerge en aquello que me obsesiona. Pienso en mi propio padre, muerto cuando yo era un niño, y siento una extraña pena. Nunca llegué a conocerlo bien ni a quererlo, pero ahora me gustaría tanto tenerlo acá, para hablarle y decirle que finalmente lo entiendo, que pasé muchos años enojado con él por haberme abandonado, pero que ahora, que la vida me puso en este lugar y me asignó el rol de la víctima en el nefasto juego del gato y el ratón que todos estamos jugando, siento unas enormes ganas de llorar y abrazarlo pidiéndole perdón. Perdón padre, por tanta crueldad, perdón por tanta ignorancia.
Lleno mi vaso nuevamente.
Oposición, contradicción, negación. Recuerdo mis años de estudiante. Negación de la negación: superación. Es extraño, pero me ha llevado 20 años comprender la dialéctica. He debido pasar por muchas cosas, para finalmente, al ver el brillo tétrico en los ojos de mi hijo, que son los míos, y escuchar mi sentencia en su llanto, supe lo que era realmente la dialéctica.
La historia avanza, padre, es inútil resistirse. El mundo seguirá girando con o sin nosotros y de nada sirve aferrarse a esta situación tan efímera que es la vida. ¡Salud padre! Por la contradicción, por todos los que hemos sido negados, por los que nos niegan. ¡Salud! Por los que algún día serán negados, por los contrarios, por el motor de la historia. ¡Salud Padre, por la dialéctica!
Y al ver el sol que ya va apareciendo lentamente, me levanto con dificultad. Camino por las calles vacías que conducen a mi casa. Estoy tranquilo, adormecido por el alcohol. Pienso en mi hijo y siento pena por él. No es bueno crecer sin padre, yo lo sé, no se lo deseo a nadie. Pero no me muevo al ver el camión que se acerca hacía mi. Y cuando sé que mi final es inevitable, hijo, solo te puedo decir que ahora ganaste. Pero no vas a poder estar tranquilo, nunca, porque la naturaleza es cambio, es evolución. Un día vos vas a ser negado, como me negaste, y ese día, por más duro que sea, vas a entender lo que te estoy diciendo. Tené cuidado hijo mío, la dialéctica no perdona.
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1 comentario:
Pero, pero, ¿cómo puede ser tan bueno esto?
Que bien planteado que está, jamás había pensado en la vida como predestinada a someterse al principio de la dialéctica. Muy bueno, ¡para Marx y Hegel que lo miran por TV!
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