Me atrae el hedor perverso de las calles donde abundan los miserables, el aliento embriagado de los hombres con
arapos y la picardía de los niños hambrientos.
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Sandra deleitaba ese olor a sufrimiento en cada tarde de invierno y con cámara en mano, ella recorría las calles pobres de su ciudad para fotografiar a familias, niños, burdeles,
provincianos y
recicladores de basura.
La fotografía es el arte de plasmar realidades y no mujeres
aristócratas , exhibiendo sus finos vestidos de seda egipciana
De ese tipo de mujeres ya tengo suficiente, - recalcaba- , fotografié desnudas a algunas de ellas, pero no mostraban más que una vanidad estúpida, sin
ningún otro objeto que sus selvas reprimidas.
Algunos jóvenes me pedían dinero , yo no tenía
ningún problema en ofrecerles una moderada cantidad, pero cuando sus madres aparecían y con un
solapón en sus huesudas piernas ellas reclamaban más de lo que podía dar en ese momento.
"no seas burro cabezón, tus hermanos necesitan más que unas miseras monedas"
A veces
cedía, otras no. La expresión de muchos chicos provocaban el arrebato caritativo.
Una vez tuve la oportunidad de realizar un desnudo a una niña
huérfana en las playas del sur chico, no fue una odisea como me lo imaginé. La niña era muy intrépida y flexible, se acomodó sin
engorroserias. Su pequeño cuerpo bronceado y terso recorría en el denso aire de una playa solitaria, Sus cabellos castaños y enredados planchaban la arena tibia de una tarde de luz y cielo. Ella me preguntaba sin recelo ¿a qué hora
terminaremos? yo no respondía estaba concentrada en capturar el mejor enfoque de la inocente
Fabiola.
No sé por que me abatía al verla correr, saltar, y verla saciar cualquier placer que se asimile a
hundir sus frágiles
bracitos en la arena mojada. Quizá tuve una existencia parecida como la de cualquier niña, pero no logro recordar mucho. Solo un padre redimido en la tristeza de su esposa muerta y una niña azorada entre los acercamientos vagos de un padre pudoroso y las caricias intensas de una tía casta y silenciosa.
El tiempo pasó tan de prisa que cuando la niña rompió en un fuerte estornudo me di cuenta que el atardecer había caído lechosa y sin remilgo.
Tomé a la niña en un abrazo protector, la cubrí con la
toalla y la llevé a mi auto.
Un sueño agudo la llevo a colocar su
cabecita en mis piernas. Me concentré por un momento en su rostro apacible y cansado.
De regreso a la casa hogar, devolví a la niña con un temor sepulcral, esa niña estaba
desprotegida en el mundo y yo sentía un miedo infinito por ella.
Una de las mamás encargadas - por que así todos los niños las llamaban, muchas veces escuché también "
mamita" - me llevó a un cuarto con una luz opaca y en la esquina un escritorio. Esperé allí pocos minutos , pensando interminablemente en
Fabiola.
La puerta se abrió y la madre mayor me saludó en forma cordial. Después de toda la buena educación que sus canas y años la habían enseñado se quedó
mirándome como si esperara algo más. Recordé que era aquello que deseaba tan fiel. Saqué de mi cartera una
chequera y
tracé mi firma corta en uno de ellos. Una buena suma cubre los
medicamentos del resfriado de la pequeña
Fabiola, pensé.
Sin más obstáculos que mi tímida despedida salí apresurada y corrí para robarle un
besito en la frente a la pequeña, pero estaba dormida y ya no desprendía esa esencia a algas y arena húmeda sino el de un nene perfumado.
Ya no quedó ni un índice de ese olor a playa impregnado en mi auto, solo los negativos y los recuerdos con un prestigio similar.
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