06 septiembre 2010

Foca

«Full of sound and fury; signifying nothing»

Era más o menos así. Brazos y codos pegados al costado de un torso escuálido y levemente curvado hacia adelante. Una depresión notoria y hasta impresionante a la altura de lo que debería haber sido el pecho. Antebrazos hacia adelante y en un continuo movimiento irregular y convulsivo, que llevaba las palmas de las manos a chocar una y otra vez sin conseguir contactar plenamente sus superficies, provocando un aplauso trunco que no tenía ni siquiera tiempo de lamentarse de su fugacidad y ausencia de sonido antes de caer fulminado frente a los pies. Pies que acercaban sus tobillos y tendían a separar las puntas de los dedos, como marcando las diez y diez de un tiempo inamovible, hora de vaya uno a saber qué miseria. Movimiento de vaivén inoperante, hecho de saltitos mínimos y frenéticos que distribuían a uno y otro lado el peso irrisorio de un cuerpo no del todo covencido de sí mismo. Risa como un ladrido asmático, 'iauh, iauh, iauh', físicamente posible por un intercambio atmosférico con más de inspirativo que de expirativo, como si aquella imagen borrosa y persistente quisiera fumarse de una buena vez toda aquella mierda que seguramente vería alrededor.

Supongo que fue así como logró sobrevivir en una imagen inmutable, casi siempre parado entre los dos montoncitos de remeras, camperas, paquetes de cigarrillos, alguna navaja y demás porquerías que marcaban los límites de alguno de los dos arcos imaginarios. Nadie iba a dejarlo jugar de otra cosa, desmientiendo el mito del gordo al arco. Y ahí permaneció capturado por la eternidad dudosa del recuerdo, en el marco de lo gris, rodeado del efecto de la perspectiva que lo estampaba contra el fondo de cemento desgastado de la playita de estacionamiento en la que jugábamos al fútbol, que tendía a confundir fragmentos de ese gris con el amarillo pajizo de los rulos desparejos que le caían sobre la cara.

Tampoco lo dejaban hablar mucho. No era un problema porque aparentemente no había nada que le importara decir. Desde ese arco perenne, componía esa cascada de movimientos y sonidos sin sentido para arengar a sus compañeros ocasionales de equipo. Y ninguno de esos compañeros podía dejar de saber que perder las marcas en cualquier partido con Foca arengando desde esa imprecisión de fondo, iba a significar un anunciado gol contrario, casi ni festejado por falta de desafío y de oposición, sin que eso implicara soberbia de ninguna clase.

«Foca, agarrá una ¡y la reputa madre que te parió!», decía entonces, también de manera invariable, alguno de los compañeros de Foca de cada vez. Y Foca seguía sin decir nada y sin agarrar una, puro vaivén y aplauso ineficaz, una imagen concentrada en su carencia de masa corporal en la parte que cualquier dibujo leonardino asignaría al lugar del pecho. Y a ese ruido asmático y alegre que nunca terminaba de desaparecer, se le pegaba una sonrisa inalterable en lo vacío de los ojos. Como no hablaba, o a lo mejor a pesar de eso, nunca llegamos a saber por qué carajo Foca parecía ser tan feliz.

Es difícil imaginar cómo pudo ser anatómicamente posible la muerte de Foca. Algo es seguro. Tiene que haberse reído con superioridad y sin ostentación cuando la bala buscaba atravesar esa nada que anticipó y nunca llegó a concretar realmente la realidad latente de un pecho humano.


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