Recuerdo que tarareaba una canción del grupo chileno La Ley. En ese entonces, hace unos ocho o nueve años, era muy cursi. Aún lo soy. La partecita de la canción que canturreaba decía “pa papapa, necesito tu calor”. No me gustaba La Ley, no me gusta; así que no sé de dónde saqué ese estribillo meloso, pero secretamente presiento que algo tuvo que ver con la maravillosa e impactante luz que vi cruzar en un instante por el cielo estrelladísimo de una noche de invierno en la ciudad de Longchamps.
En marzo de 2000 arranqué el Polimodal. Como el colegio Santa Clara de Asís sólo tenía primaria, no me quedó más remedio que pasarme a otro, ya no en la ciudad en la que vivo desde siempre sino en una localidad contigua, Burzaco. La primera mañana de clases los alumnos se reunieron en el llamado Anexo, a una cuadra del edificio central, y allí me llevé el primer golpe de unos cuantos que recibiría por mi incondicional inocencia. Tengo la imagen mental de quienes serían mis compañeros, desprolijamente formados cuando entré: la mayoría de ellos, con mochilas con tachas y logos de Almafuerte; la mayoría de ellas, con las tiritas de la tanga deliciosamente asomando por las cinturas. Las caras apuntaban hacia la entrada, por lo que todos pudieron observar mi uniforme impecable, mis Guillerminas para hombre y mi pelo engominado al entrar. Había otros nerds, pero éste era desconocido. Yo era el nuevo. Y era para cagarme a piñas.
Si me remito a este episodio es para saldar que me darán por crédulo, y que tal vez esta característica hará que abandonen la lectura, o al menos que tomen esta anécdota con pinzas. Siempre creí. Todavía creo. Un amigo con el que compartimos episodio a episodio de Lost suele decir que yo soy “el hombre de fe”, y no le falta razón. No creo en Dios y jamás asistí a misa; pero sí creo —con fervor— en la existencia de un poder más allá de nuestro razonamiento. Creo en un ordenador, en el deus ex machina. Creo en el destino. Mis amores fueron siempre Su obra.
En el nuevo colegio sentía que había sido criado por alguna de las familias de enfermos psicológicos de La aldea. Por fortuna, logré adaptarme pronto a las nuevas condiciones de superviviencia. Largué la gomina, los zapatos y las hojas Rivadavia de bordes reforzados. Pelo revuelto, zapatillas de lona y hojas Gloria. Incluso, comencé a escribir mi carpeta negra con Liquid. Un heavy.
En el Amancio Alcorta de Burzaco me hice amigo de un compañero friqui que alimentaba diariamente mis cavilaciones, sobre todo las ligadas a lo inexplicable. Desde muy pequeño me parecieron fascinantes los fenómenos paranormales y cuento con una cantera de anécdotas si no para caerse de culo, al menos para maravillar a alguna que otra beata en una charla de bar. Vi fantasmas, platos voladores y descubrí anillos debajo de macetas sin que nadie me diera una pista. En el juego de la copa me pasaron unas cuantas. Otorgué números ganadores de lotería y conquisté muchos sorteos, siempre que quise el premio para obsequiarlo, nunca cuando fuese para mí. Mi viejo se dio cuenta del don y comenzó a hacerme elegir sus seis números del Loto.
—Si vos ganás, yo gano; por eso no funciona—le decía.
Nunca me interesaron las revistas sobre hechos paranormales, pero sí me colgaba cada tanto con algún programa de avistajes o abducciones en el canal Infinito. El primer video que vi sobre extraterrestres es el de la famosa autopsia a uno de los cuerpos alienígenos hallados en Roswell. Lo vi en un especial de Chiche Gelblung, que por entonces empujaba gente a las vías del tren para filmarla y mostrar el tape por tevé. Esa noche no dormí.
La cuestión es que este amigo que me cebaba (cuyo nombre me reservo) creía que yo era un mesías, o que lo sería cuando me diera cuenta. El chabón vivía acomplejizándome con numerología, astrología y quiromancia. Una vez pasé al frente a dar una lección oral de juegos de rol. Al finalizar, me llamó y me dijo que mi cuerpo había estado brillando toda la hora. Que mi aura era blanca. Lo loco es que no hace mucho una vieja que pedía monedas en el tren también me lo dijo.
—Vos sos seis, y los seis son los que van a sobrevivir al Armagedón, los que van a reconstruir la humanidad—me traumaba. La responsabilidad era enorme.
A los cantantes les debe suceder. Si tenés veinte mil minas en un estadio de fútbol queriéndote chupar la pija, empezás a creer que sos lindo. A los crédulos sólo nos hace falta un tipo diciendo que seremos Jesús para empezar a conectar cabos y paranoiquear.
Un día de clases cualquiera, este amigo se me acercó para contarme que durante su fin de semana se había contactado con extraterrestres. Y que toda su familia había sido testigo del ovni que habría estado casi una hora sobre su casa.
—No jodas.
—Posta. Vinieron.
—¿Así, de la nada?
—De la Nada.
—¿Pero, vos? ¿Por qué vos? ¡Si vos sos cuatro!
—Porque los llamamos.
—¿Y los vecinos no se dieron cuenta?
—Para verlos hace falta querer, creer.
Claro que me contó cómo los contactaron. Que ET pida un teléfono da la pauta de que es ficción. En la realidad, la comunicación se establece mediante una especie de Código Morse efectuado por una persona de este planeta hacia un cielo nocturno con —atenti— una linterna. Ya no tengo presente con exactitud el lenguaje intergaláctico; si lo hiciera, sería millonario. O estaría internado.
Tanto me llenó la cabeza con que esa línea directa funcionaba que convencí a mi hermana para que juntos fuéramos una vez cada tanto a la terraza a gatillar luces. Ella protestaba por el frío y, casi siempre, abandonaba al rato. Yo me quedaba solo, iluminando el cielo negro, que en Longchamps es más estrellado que en las grandes ciudades. Cada sitio tiene su manto.
Una de esas veces, mi hermana bajó enseguida a cenar. Mi madre comenzó a gritar que también yo fuera; sin embargo me quedé un poco más, haciendo clicks de luz. Nada. Nunca veíamos nada. A veces forzábamos un avión a lo que no era. Tal vez presenciamos la caída de una estrella fugaz.
Cuando el frío comenzó a molestarme, bajé las escaleras y me dispuse a cenar. Solo. Todos habían comido. Antes, mi vieja me pidió que descolgara la ropa del tendedero. Salí al patio trasero y comencé a sacar la pilcha del alambre. Miraba al cielo de refilón, obligado por la altura del tendedero.
Pa papapa, necesito tu calor. Pa papapa, necesito tu calor.
Y justo cuando mi abuela entraba a mi casa, una luz descomunal atravesó el cielo. No sólo zanjó un sendero en el profundo infinito, sino que puso en pausa de blancura todo lo que me rodeaba, como sucede con la luz artificial de las oficinas. De repente, el patio era blanco, levemente amarillo. Yo era blanco, levemente amarillo. Me quedé paralizado. De verdad, no podía moverme. Cuando recuperé el aliento, un parpadeo después de la desaparición de la repentina fosforescencia, regresé a casa y me senté a cenar.
Los años pasaron y nunca más supe de ese amigo. Bah, la nobleza de las redes sociales hace que cada tanto vea que postea sobre el fin del mundo.
No me malinterpreten: dejé la sinergia de las estrellas por cagón. No es que pensara que estaba haciéndole mal a la humanidad, desgastando la energía vital del universo al contactar a seres de otros planetas sólo para desasnarme de su existencia. Siempre creí. Todavía creo. En “ellos”. Es que si el espacio es, como dicen los doctos, infinito, las condiciones para la vida —y me refiero al tipo de vida capaz de crear tecnología, no me vengan con microbios— son lo mismo infinitas. ¿De quiénes seremos los extraterrestres? Su vigencia (que se contrasta, ante todo, en la innumerable cantidad de películas, historietas y libros que hablan sobre ellos, muchas veces como metáfora de la otredad palpable) podría ser un desesperado trino de los marginados visibles frente a la alienación cotidiana. O podría ser todo un sueño. O un horrible juego de dos infantes sagrados que se divierten tirando quesos en la ratonera de las galaxias. Las hipótesis son, también, infinitas. Y ninguna es demasiado descabellada. Con un esfuerzo mental, podemos incluso sorprendernos de nosotros mismos. Podemos preguntarnos, con todo el peso de la pregunta, por qué somos.
Antes de ver esa poderosa luminosidad, pensaba que de tener la chance, me iría con ellos, me subiría a su crucero por la Vía Láctea. Supongo que es distinto creer que saber. No le temo a los pinchazos que aventura alguna ciencia ficción. Sí, casi siempre penosamente, a lo desconocido; y es que conocer es también madurar.
Desde entonces jamás volví a hacer lo de la linterna. Cada tanto lo propongo en rondas de amigos, pero la oferta siempre pasa de largo. Cuando se corta la luz en casa bajo el cielo negro y estrellado de Longchamps, temeroso de una nueva convocatoria de extraños, uso velas. Alrededor de ellas, algunas veces, se amuchan otros extraños, de acá, cercanos; a quienes les puedo preguntar cara a cara sobre lo desconocido.
facundogaribside.blogspot.com
2 comentarios:
Me ha gustao, che.
Un poco de sci-fi para toda la familia.
Mis comentarios son una bazofia, pero es lo quiay.
Yo me cagué de risa y sentí que le di un vistazo rápido a la paranormalidad de la zona sur (la verdadera que está más acá de adrogué).
Y un nostalgiazo con el papapa necesito tu calor.
MACANUDAZO!
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