11 septiembre 2009

Blanco y con rayas verdes

Más temprano estuvo esperado el micro de la línea 159 en la parada habitual de Correo Central. Apenas llegó miró su reloj para tener consciencia de la espera que nunca era importante y, sobre todo, del horario en el que llegaría a su casa quilmeña, en el que podría acostarse en la agradable soledad de su cama en compañía de alguno de sus discos de jazz para compensar las desagradables idas y vueltas del largo día de trabajo en el Houston Bank. Su viejo reloj de pulsera le indicó que eran las 7:30 y calculó que en menos de una hora estaría en su casa envuelto en una frazada con una modesta sopa y el Ko Ko del pájaro que emitía su viejo reproductor Sony. Los primeros diez, quince, minutos los toleró con naturalidad; ya se había acostumbrado luego de dos largos años trabajando en la sucursal de Av. Córdoba del Houston Bank a esa espera que remediaba siempre con algún que otro libro o con la gratificante tarea de rememorar las discusiones del día con sus colegas del banco y convencerse de que él estaba en lo cierto y que Ferro, Gomez, Basavilbaso y Finochietto no eran más que un puñado de imbéciles incapaces de ver más allá de sus propios cubículos de trabajo.
A eso de las ocho, revisó su reloj asombrado de la impuntualidad de su micro y comenzó a preocuparse: quizás había ocurrido un accidente y el micro de había retrasado, siempre pasan esas cosas en esta ciudad. Tal vez habían cambiado el servicio de un día para el otro sin dar ningún previo aviso. No lo sorprendería para nada: ya varias veces durante estos dos años de viajes lo habían sorprendido con un aumento en el precio del boleto, una reducción de la frecuencia de los viajes y modificaciones de ese tipo. Para remediar la espera y terminar con las preocupaciones que sabía no llegarían a nada, sacó un libro pequeño de tapa amarilla que le había interesado hacía un par de días cuando lo encontró en la biblioteca de la casa su padre entre incontables libros de ajedrez. Obvió algunas cartas iniciales que incluía la edición y comenzó a leer el primer cuento titulado "No".
Con tan solo unas pocas líneas leídas lo interrumpieron tres mujeres que supuso habían terminado sus tareas y se dirigían a su casa. Cruzaron delante de él, casi tocándolo pero ignorándolo por completo: dos hablaban y la tercera cantaba, bajito para ella sola. Pensó que la tercera estaba disfrutando como nadie la dicha de haber terminado un día de trabajo. En ese momento se percató de que ya no era el único esperando en aquella parada; habían llegado dos hombres más y una mujer que retaba a sus dos chicos pequeños. Se asombró de haber estado solo tanto tiempo allí; por lo general siempre había en la parada ocho o nueve personas esperando cuando él llegaba. Sin embargo, se sintió vagamente contento de tener cinco compañeros en la desgracia de esperar este colectivo que definitivamente tenía que estar atascado en algún accidente de tránsito en algún tramo de la autopista.
Siguió leyendo. Interrumpía su lectura cada tanto para levantar la mirada y confirmar siempre que el micro blanco y con rayas verdes de la línea 159 no bajaba por Alem hacía su parada. Cuando ya estaba cerca de terminar el cuento que no le resultó para nada destacable notó que sus cinco compañeros ya no estaban en la parada. Primero se sorprendió pero luego pensó que quizás habrían caminado hacia otra parada hartos de esperar allí. Recordó un cuento infantil que le había leído a uno de sus sobrinos sobre un colectivo amarillo que se volvía invisible al llegar a sus paradas. Miró su reloj, ya eran las 8:40. Imaginó que quizás ese era el caso de este desaparecido 159 y no tardó en reirse de su rídicula ocurrencia. Esta espera me esta haciendo delirar, pensó y pasó a reconfortarse con la idea de volver !por fin! a su hogar, a su cama y a las benditas trompetas de jazz que tan bien le hacían. Afortunadamente no estuvo mucho tiempo más en aquella parada.
Ahora, ya en su cama, relajado, luego de una modesta pero agradable sopa y de un par de discos de jazz, intenta conciliar sueño. Primero se queja del calor y decide prender el ventilador de pie. Luego gira y se mueve casi histéricamente en busca de una posición que lo ayude a quedarse dormido: de costado hacia la derecha en dirección a su equipo de música, luego hacia la izquierda mirando la pared, con la mano derecha entre las piernas y la mano izquierda debajo de la almohada, al revés, boca arriba con ambas manos debajo de su cabeza, con ambas manos a sus costados, boca arriba. Está cansado de esta espera diaria que ya sabe no hay nada que remedie; todos las noches debe esperar por lo menos un par de horas en la cama antes de quedarse dormido invariablemente del día que haya tenido, de los discos de jazz que haya escuchado, de las pastillas o los tés que haya ingerido o de lo que haya cenado. Como todas las noches, luego de un tiempo, decide que todos esos movimientos, todos esos posicionamientos y reposicionamientos, esos caprichos con el calor o el frío no hacen más que distraerlo y alejarlo de su sueño y que lo que debe hacer es elegir una sola posición y permanecer así hasta dormirse. Terca y bruscamente gira hacia la derecha, coloca su mano derecha debajo de su almohada y mira hacia Alem por donde el micro blanco y con rayas verdes sigue sin aparecer. Piensa que lo mejor sería llamarla a su novia Amanda y pedirle que lo aloje por esta noche en su departamento sobre la avenida Pueyrredón.




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1 comentario:

Román dijo...

qué final... ¿fantástico?