27 abril 2011

Los morfinómanos

                              I


   Me hacían ver lo bien que estaba yo, era una mierda pero era así.
   Primero pinchaban la ampolla de morfina y presionaban la jeringa. Luego, le sacaban el aire y con un elástico apretando el brazo, buscaban la vena. Cuando se veía asomarse la roja sangre en la jeringa, ya sabías que estaba adentro. Después, se ponían un cicatrizante en pomada como si eso curara todo, tapaba todo y ya estaba.
   Yo los observaba como quien ve un circo- un ritual- una profanación. No sé como describirlo, era perder la inocencia.
   Verlos picarse de esa manera, cada 20 min., a veces menos, era tan absurdo, se iban por un instante de felicidad, de calma. Entrecerraban los ojos, dormían en los asientos y me daban el diálogo de los párpados caídos.

   Odiaba a las mujeres que eran más comunicativas, más sociables que yo, que hablaban con cualquiera, se ponían a charlar en la calle, en todos lados por cualquier excusa. Amaba más a las similares a mí, antisociales, más freaks, como quien dice.
  Pero Vero era una excepción, tal vez sumado a que era la novia de mi mejor amigo, una extraña atracción, un vicio maldito por desear el asno ajeno.
   Ella me hablaba de unos libros que estaba leyendo. Yo, mientras tanto, tomaba pala para aventajarlos un poco, pero era tan absurdo, yo levantaba y ellos bajaban, como un subi- baja monomaníaco. Me quedaba acomodando libros que no podía ni hojear, trabado por la ansiedad enfermiza del final en que me ponía la blanca, ubicándolos en la biblioteca, buscando nuevas formas, por autor, por género, etc.
   Me hablaba de Huxley, de “La filosofía de lo llano”.
   Él, Emi, entre tanto, estaba con la cabeza recostada en el respaldo de la silla, mirando boquiabierto la nada del techo. Ella, en cambio, se iba a picar al baño, fuera del exhibicionismo de su dependencia.
   Yo le recomendaba a Burrowghs, “El almuerzo desnudo” y le decía que les iba a ayudar.
   Me daba otro pase y miraba a Emi. Recordaba lo que me había contado, que la primera fue intra- muscular, pero que su primer pinchazo, el verdadero, se lo dio un amigo enfermero que sabía ponerlo bien, ya que Emi era empleado de farmacia en una clínica del centro. La segunda, por la impresión que le daba aún, ( yo no podía creer lo que hacía, me dolía a mí, pincharse diferentes partes del brazo, me hacía doler el ombligo) se la mandó, al no animarse en otro lado, en la nalga, bajándose el pantalón.
   La primera sensación era que te apretaban los hombros y luego, te soltaban y una hermosa tranquilidad te recorría todo el cuerpo, lo envolvía, se ponía tierno, mimoso, fuera de esa ansiedad que siempre lo hacía estar incompleto, agridulce, cuasi- mal, y lo mejor de todo era después de trabajar, ¡podía dormir sin tanto noctambulear de insomnio!
   Esta merca que tomaba me la había conseguido él, un contacto oscuro que tenía en la clínica, afín a la morgue y a los abortos.
   Cuando cabeza de adormidera resucitaba de entre los muertos, me contaba lentamente que en los pies re dolía, lo quería hacer ahí para que no se vieran las marcas, pues en un pico se había movido y ahora tenía todo negro una parte del brazo y, en la clínica con el aire acondicionado, debía andar con el hampo de mangas cortas.
   Luego, volvía a su amado ritual de golpear suavemente la ampolla de morfina buscando la burbuja de aire mortal que debía extraer. Me miraba y la miraba. Me decía:
   “ Lo que pasa, Adri, es que pasé por todas las drogas buscando esta sensación, a la que sólo el opiáceo me hace llegar. Me hice mierda los pulmones y la nariz hasta que la encontré, intravenosa es más saludable, llega de una a tus venas sin tener que pasar por otras partes.”
   Yo sólo lo miraba. No podía entender como podía decir que no le hacía nada malo, hasta yo sabía que lo que me estaba mandando por la nariz era dañino, pero era un autodestructivo de mierda, pero hasta ese extremo no, ni un aro me había puesto en mis años de rebeldía adolescente, si me destruía era por dentro, “ Todo va por dentro” decía y ni siquiera me disfrazaba para salir, con mis ideas ya estaba. Prefería pensar a hablar.
   Estaba leyendo mucha mierda mística y no sé como encajaban esas jeringas en todo eso pero así era, claro que el fluido tenía algo que ver, esa sensación era su divinidad.
   Tenía unas ojeras horribles, que daban impresión.
   Después de repetir el rito, él se rascaba la espalda, se la ponía roja tras el suéter de lana. “¿Qué tengo?, ¿Qué tengo?” le decía, mostrándole. “¿Seré alérgico?” preguntaba al aire, “Ojalá”, le decía ella.
   Inyectaba cualquier cosa, un tomate, una mandarina, para joder, era un niño aún, jugando con azufre ardiendo.
   Al despedirme, me dijo que había averiguado y recién con quinientos miligramos comenzaba la dependencia física, como justificándose, y yo le dije que tuviera cuidado, que a eso se lo daban a enfermos terminales, a los que estaban de última, en el suero, de a poco, hasta que la palmara, pero él lo sabía mucho mejor que yo y volvía a saludarme, como sabiendo bien lo que haría.
  
                              II

   Llevando unos medicamentos a la sala dos, a través de una puerta entreabierta, la vio por primera vez. El sol la traspasaba con su brillo de oro que regalaba como avaro antes de morir, para salvar su alma.
   Al lado de la joven enfermera, una antítesis que sólo puede generar la vida, una anciana vegetativa yaciendo en una cama.
   Se conocieron en los pasillos. Una pregunta tonta, un cruce de la cotidianeidad, un beso robado.
   Ella era diabética, él le conseguía la insulina en el puesto de farmacia. Allí también se suministraba de lo que devolvían de las camas.
   Emiliano amaba el ritual. Siempre volvía a su comunión con la aguja que tanto le divertía.
   Golpear la ampolla, limarla, escuchar el crujir del vidriecito, atarse con el lazo o con el cinturón con marcas ya de sus dientes, ver la putita burbuja que significaba aire en la jeringa y luego de hacerla desaparecer, buscarse la vena y si duele, sabés que no es ella y, cuando la embocás, tenés que ir vaciándola de a poco, soltar la mandíbula que sostiene el cinto y después, sentir como Morfeo te empuja los hombros hasta abajo, hasta sentirlo todo en las piernas, en todo el cuerpo, ese instante de belleza, de felicidad que relaja el ansia constante de esa mente enferma.
   Después de un tiempo, Verónica, más acostumbrada, a su pesar, que él a pincharse, también imitó el ritual de su ya novio, picándose con morfina.
   Vivían en una casa en el centro, una herencia del abuelo de Emiliano. Esto producía envidia y resentimiento por parte de sus familiares, tíos, tías y primos que por lo visto no se conformaron con lo que les dejó a ellos, y para colmo, metiches como eran, ya sabían en la condición en la que se encontraba Emiliano, un adicto, una mancha para la familia.
   Esto generaba la constancia de los parientes que golpeando insistentemente la puerta, recién luego de 20 minutos de su negativa de abrirles, se iban. Detestaba como miraban con deseo esa casa cuando entraban, como hablaba su tía Roberta, haciéndose la que le importaba tanto, que su salud era lo más importante, que su vida valía más, pero él sabía que en verdad lo querían muerto porque esa casa en el centro valía más que las de ellos, en zonas más periféricas. No les haría ese favor. Pero seguía aflojando la mandíbula mientras el rostro se distendía.
   Un día, Raúl  lo fue a visitar. Era un amigo del barrio, estaba pegado con la ketamina, sólo le faltaba relinchar. Se daba y se daba con keta, se bajaba un tarro por día, ya no le pegaba y metía más y más pero no cambiaba las agujas que oxidadas por la humedad del fluido, le habrían la carne, una línea roja que llegaba a un dedo gordo hinchado al extremo.
   Ella, intentando curarlo, le dijo en tono de madre que debía cuidar su higiene personal, que no fuera tan despelotado, pero luego, tratando de no mostrarse preocupada, le dijo que fuera a un médico, que podía ser tétanos. Raúl le dijo que ya había ido pero el tipo quería que se arremangara y él le decía, nervioso, que sólo era el dedo, sin corte ni rasguño, y salió de allí, alteradísimo.
   Al irse Raúl, Emiliano le dijo a Verónica que ese no se sabía cuidar, que se daba siempre en el mismo lado, el mismo brazo, que lo iba a perder si seguía jodiéndola.
   Luego de un rato, el timbre molesto. Era su primo o su tía. Eran las horas en las que venían a lanzar sus sermones, a mostrarse compungidos, a ver que tan mal estaba, cuanto más le faltaría, cuanto quedaba de él todavía.
   Cuando lograban interceptarlos el peso era inmenso. Aunque buscaran no darle importancia, la culpa heredada, la muerte siempre alarmante de sus palabras, el desprecio que se traslucía entre la lástima, los atormentaba. Ella abría o cerraba con veloces movimientos la puerta, haciéndose la sorda, con rostro cabizbajo. Él, en cambio, con una mirada molesta decía: “ Bueno...bueno”, “Sí, puede ser”, para luego comenzar a caminar o entrar en la casa, dependiendo de en que momento los habían encontrado.
   Pero entonces, sucedió lo que nadie esperaba. Verónica descubrió en el baño que tendría un bebé.
   Emiliano se enteró luego de la guardia. Comenzó a caminar por la habitación, sentándose y volviendo a andar, no podía creerlo. No se lo sacaría, decidieron tenerlo.
   Ella debía dejar un tiempo de picarse hasta que naciera el bebé. Él la respaldaría en todo momento. Se picaría a escondidas, para no tentarla.
   Un día, llamó la prima del campo, como le decía Emiliano. Era de lo mejorcito de sus parientes, no los molestaba ni tampoco pronosticaba el Apocalipsis venidero. Le salió, no pudo reprimirse en sus palabras, y le contó del nuevo familiar.
   Sin saberlo, inició la debacle. Luego de eso, sus parientes más cercanos, en territorio, no en afinidad, comenzaron a caerle uno a uno a disparar sus reprimendas, sus negativas, sus refutaciones, le decían que ya habían hecho un gran debate en el living del tío Julián y todo, como si el hijo fuera de ellos y también de ellos la decisión de darle vida. Se volvió insoportable. Golpes a toda hora, como para que reflexionaran. El peso de los parientes era demasiado. “¡¿Cómo pueden traer una criatura al mundo en esas condiciones?!”, “!Es una barbaridad!”, “!Son unos enfermos!”.
   Pero sus palabras eran vacías. No soportaban sus sermones. Emiliano le decía a Verónica que no llorara, que no valía la pena.
   Sólo la prima los convenció a irse de allí, invitándolos a su casa en un pequeño pueblo de las afueras, queriendo alejarlos de los círculos médicos donde conseguían la sustancia. Querían escapar un poco de la metódica ciudad, del ciclo cerrado de esa vida, pero más que nada, ellos aceptaron para poder huir de las presiones terribles de esas familias carroñeras que veían en su hijo al nuevo competidor, cuando pensaban que su único adversario caería pronto. Esto ya no daba para más.
   Subidos al micro de larga distancia en una mañana de sábado, Emiliano le señaló a Verónica un auto volcado en una ancha avenida, con sus pedazos astillados brillando al sol, y pasando detrás, una maratón cerca del planetario. Estaban dejando a la loca y multifacética ciudad atrás.
   Por la noche, los dos demonios llegaron al paraíso.
   Ya en el pueblo, llamado Funes, fueron a la casa de su prima. Era un pueblo tranquilo, donde el tiempo se detenía a tomar una copa para luego proseguir su marcha al atardecer.
   Después de unos meses, nació el niño.
   Nadie sabe a ciencia cierta por qué, si fue porque se consideraban pecadores o condenados o por un tema de Barón rojo que a Emiliano le gustaba, pero ese niño se llamó Caín.
   Su prima vivía sola, era viuda y ese niño simbolizaba un universo de compañía. Fue la alegría, contagiaba sonrisas en la pequeña casa.
   Sin embargo, ellos iban a buscar las encomiendas de su amigo Javier, el enfermero ( al que nunca le dijeron de la venida de un hijo), que religiosamente les proveía la morfina y ellos la guardaban con cuidado, en cajas separadas de las agujas ya usadas, arriba del armario.
   Ellos consiguieron nuevos empleos en el pueblo. Él, en una guardia nocturna, lejos de la droga, y ella, volvió a cuidar ancianas con poca arena en el reloj.
   El niño fue creciendo de a poco mientras sus padres iban anclándose más y más en la adicción. Su prima terminó haciendo de niñera, y no sólo cuando ellos trabajaban.
   En un día del Niño en Funes, en la casa de unos vecinos, entre el bullicio de los críos, su hijo incluido, Emiliano no podía aguantarse y con Verónica como campana, se inyectaba en una pieza.
   Javier, cuando no les conseguía morfina, les enviaba codeína o nubaína.
   Ellos veían corretear esa vida pequeña que habían originado, pero se entrecortaba entre las sensaciones volátiles del viaje intravenoso.
   Un día, Emiliano, sentado como siempre en su sillón del ritual, se quedó duro. A Verónica, al verlo, se le heló la sangre y fue tanto el terror que la inmovilizó, quería llamar a una ambulancia, no tenía ningún número, ¿ Cómo podía ser, ellos que trabajaban en una clínica? Pero si le veían los brazos no le iban a dar bola, para los médicos eran lo peor, unos idiotas que se hacían daño a sí mismos, aunque recordaba a ese psiquiatra que medicaba y todo y terminó en un psiquiátrico por la keta porque pensaba que no se le iba a ir de las manos pero quedo pegado. Y todo eso pensaba al mismo tiempo que repetía “Emiliano” alteradísima, golpeándole el rostro, poniéndole agua en la cabeza, buscaba reanimarlo, levantarle las piernas, todavía tenía pulso, no le salía la voz para gritarle a la prima, agarraba al nene que por la tensión se había puesto a llorar y lo llevaba a la habitación a dormir mientras él seguía ahí, quieto, duro. No sabía que hacer.
   Empezó a marcar el número del amigo enfermero cuando lo vio reaccionar, volviendo en sí. Cuando le contó todo lo que había pasado, que casi se moría, que ella no sabía que hacer, que llamó a cualquiera, que tenían que buscar un número de emergencias, que el nene se había asustado, Emiliano no pudo hacer más que sujetarse el rostro y ponerse a llorar, desconsolado.

        

                             III


   “Cuando le ponen un nombre a uno es como si lo marcaran.
   Algo de esto sentí cuando volví hace poco a Funes.
   Allí nací, allí mis padres murieron uno a uno. Primero él, al poco tiempo ella y yo quedé al cuidado de mi tía. La morfina se los llevó a los dos.
   Luego supe que mi casa, la que ahora ocupo, en los tiempos en que murieron mis padres, fue desvalijada por completo.
   Al enterarse la familia del fallecimiento, fueron todos a la casa del centro que habían dejado sola, y se abalanzaron como buitres, repartiéndose los bienes o bien, disputándoselos como perros a un mismo hueso, sacando muebles, cubiertos, la platería de mi abuela materna, los pocos electrodomésticos y hasta las manijas de bronce de las puertas. La habían dejado pelada.
   Con ayuda de mi tía, pude volver a empezar en esa casa.
   No recuerdo mucho mi infancia en el pueblo, ella no me hablaba mucho de eso.
   Vivir en la casa que una vez fue de mis padres, me hizo reencontrarme conmigo, con una parte que también yo era.
   Ahora ya ha pasado un largo trecho pero al volver, como el personaje del ciego escritor, ese pueblo aún recordaba.
   En esas calles, me enfrenté al estigma, al rechazo y a la enemistad.
   Ni bien se enteraban quien era, o mejor dicho, cuál era mi descendencia, me miraban mal, me hablaban con monosílabos, me cerraban la puerta en la cara. Mis padres simbolizaban lo peor de lo peor, la bajeza máxima, la maldición eterna.
   Yo, Caín, como si tuviera la marca en la frente, terminaba siendo la continuación, el paralelo de mis padres. En las mezquinas y cobardes mentes de esa gente yo era lo mismo            que ellos, lo mismo de enfermo, de maldito, de basura despreciable. Yo había cometido un hecho aberrante, haber nacido de esa progenie.
   A esta gente le parecían bichos demasiado extraños.
   Tengo que comprender su miedo a lo desconocido, el contexto de hace unos cuantos años atrás. ¡ Imagínense a una pareja de morfinómanos en medio de este pueblito alejado de todo!”                                                        


  
   
   

Añoranza

                                             “¡Qué sencillo placer diario!”
                                                                 J. R. Jiménez

                                      “Dulce borriquito todo mansedumbre
                                               Nunca a tus pupilas asomó el vislumbre
                                               Más fugaz y leve del orgullo atroz”
                                                                Juana de Ibarbourou

Ven por el camino de las viñas,
Donde reinan nostálgicos anhelos,
A comparecer en negro duelo
Al huerto de la Piña.

Bajo una tarde yo paseaba con Platero
Arrastrando las alforjas
Y aspirábamos el olor de fruta;

Andaba con buen trote
Topando suavemente en su carrera
Blancas y breves mariposas;

Andaba en su felpa gris
Removiendo el aura húmeda
Bebiéndose su calma transparente,

Y una vez lo vio la gente
Rumorosa del pueblo
Trotando entre flores amarillas,
Y dijeron:

“Allí está un burro,
Girando toscamente sobre las gualdas”

Pero yo en su blando lomo
Crucé temprano las callejas;
Compartíamos la mañana humilde,
Yo iba sereno y contento,
Él con esa mirada que piensa;

En un recuerdo infantil
Rastrea el lejano gorjeo
Prematuro de los pájaros;

Retoza alegremente en la cuadra
Mientras le acaricia la niña chica
Su tierna cabecita de plata.

24 abril 2011

Casi en domingo III

Primera vuelta al disco:
“Por una cabeza, de un noble potrillo…” parecen canturrear las madres salvajes de la ciudad autónoma cada vez que uno debe esquivarlas haciendo maniobras de emergencia en plena acera porteña, cotidianamente bacheada, como detalle florido del encanto turístico citadino.                                                                     

La velocidad que adquieren esos bólidos cuatriciclos -se pueden observar en su nova versión de tres ruedas- alcanzan tempos de proporción inversa al metraje recorrido en cuestión de segundos, criaturas inmersas en esas cápsulas espaciales terrícolas, progenitoras desaforadas y forajidas al volante que conduce a ambos hacia vaya uno a sospechar qué destino inmediato e impostergable. Tanto como para morder talones desprevenidos con alguna de las llantas delanteras, clavar el costado del manubrio aerodinámico de la infernal máquina en un transeúnte de mano contraria, intentar cuasi infructuosamente (a pesar de lograrlo, por insistencia perversa y obtusa) atravesar el angosto espacio entre dos mesas de restaurante y decenas de tropelías más para las que no existe “tolerancia cero”, la cual con ahínco contundente se exige en otros ámbitos de la sociedad. Blancas palomitas, los residentes momentáneos de esos vehículos, potenciales propietarios de una patología a investigar: exceso de velocidad prematura.                 
 
II, a secas:
De nada; gracias a usted; por favor, faltaba más; un placer, como siempre; para servirle, en lo que deseé…                                                

Especialistas de la Universidad Popular de Belarus han llegado al reciente descubrimiento médico/socio-cultural más relevante de las últimas décadas: el exceso de cortesía en individuos de ambos géneros, diversas edades y diferentes estratos económicos causa deterioro avanzado en áreas específicas de la masa cerebral, impidiendo el desarrollo de personalidades directas,  cordiales pero no saturadas de ornamentaciones verbales de disculpa, agradecimiento potenciado y modestia concentrada, como en un sector destacado de la población; en este tópico en particular se han detectado -lo que ha alarmado a los investigadores belorusos- niveles por encima de la media, que en analógica comparación sólo se asemejan a la contaminación tras desastres como los de Chernobyl y Fukuyima II.                                                                                               
Los autores de este informe recomiendan tomar precauciones y recaudos para no trastabillar en la delgada línea entre la educación bien entendida y la exacerbación de las buenas costumbres y el lenguaje. Por tal motivo, sugieren dosis permanentes de ironía & sarcasmo –consultar Wilde O.-, humor negro e irreverencia, mechadas con cuotas permanentes de cinismo clásico (ver Diógenes de Sínope) y aguda observación del entorno.                             
Desde ya muchas gracias a todos por vuestro tiempo para con estas líneas. The nada.          
 
A doble o III:
“Uno de mis amigos, que andaba por los cuarenta, me dijo un día: ‘¡Cada vez que me enamoro lo hago como si fuera la primera vez!’. Yo sentía pena por él; eso quería decir que no había aprendido nada. Por el contrario, para mí fue diferente en cada oportunidad: creía cada vez menos en la pasión y cada vez más en el amor. Eso no me impidió volver a enamorarme, por supuesto, pero al menos me disuadió de hacerme demasiadas ilusiones al respecto”, relata André Comte-Sponville en su ensayo filosófico El Amor La Soledad.                                      Al instante, completa: “Otro de mis amigos me preguntó recientemente qué tipo de mujeres me gustaba… Le respondí: ‘Las que no se hacen ilusiones sobre los hombres y, sin embrago, los aman’. Esas mujeres existen y es el mejor regalo que pueden hacernos: un poco de amor verdadero, de deseo verdadero, de placer verdadero… Es lo que amo en la desnudez, en la sexualidad, en el encuentro arriesgado de los cuerpos: esa verdad que a veces allí se juega, que allí se desvela, que allí se abandona… Eso supone casi siempre que se toma el tiempo suficiente para conocerse, para familiarizarse, para amarse. Después la vida pasa y nosotros con ella…”   
En el jardín de los pecados post-contemporáneos el arbusto de los frutos despojados de almibares -la sutileza de una mirada, la suave electricidad de una caricia presente, la palabra descontaminada de cotidiana amargura- es el más difícil de los manjares cosechados.    
Un desierto inmenso. Centelleantes cascadas de preguntas lo inundan completamente.
Comienzo a recordar, momentos de mi vida. Placeres ocultos en mi interior, deseos imposibles.
Añorados.

Angustias reprimidas. 
La bronca y amargura se hacen presentes 
en mis ojos vidriosos.
Las arenas ya no son las mismas; amenzantes.

¿Y donde estoy?

Mi aliento sedoso que libera a borbotones las ganas descontroladas de gritar.
Tu recuerdo, inflamable en mi interior.
Mi sangre, hirviendo, fluye cual rápido por mis venas.
Mi mente a punto de estallar, hace una pausa. Vuelvo.

¿Otra vez?

Cielo multicolor; el mismo fuego ardiente que poseías.
El placer de sentir esa bocanada de felicidad 
desapareció de mi mundo.
Desaparezco; como tus promesas.

Enigma jamás resuelto. Sueños.
El mismo desierto, ahora pequeño.
Doy pasos hacia allí, hacia allá, sin rumbo alguno; 
carece de sentido.

¿Para qué?

Soberbia sin contención y vanidad desdichada.
Todo vuelve, como antes. Las memorias de un pasado incompleto.
Aseguro que mi alma existe. Sé que mi mente aún no estalló.
Resignación.

Memento mori

Yo era de esas hijas de puta que mandaban a las revistas lo “mejorcito”. Esos poemas ridículos, pseudo transferencias psicológicas alias pienso que la gente cree que le estoy escribiendo a mi actual mejor conocido como mi ex, que en realidad el de ahora socorro o sucumbo no es realmente tan real sino que lo inventé sólo para decir que volvía a mi casa y me acostaba con alguien que escuchaba todos mis problemas ridículos y monótonos y de vez en cuando me hacía una paja.

Es irónico decir ser creerse crítico literario sólo porque no podés escribir. Me regalaron éste libro que es una mierda. Me leí toda esta antología y valen la pena tres retrasados mentales. Yo creía en el under lo suficiente como para pensar que ellos me odiaban a mí y que los superaba utilizándolos. Me dijo un amigo hace un tiempo que el under es under the fucking mental standard. Me reí.

Me rio ahora pensando en que en algún momento inevitable lograré conseguir un micrófono para montar una increíble farsa en la cual mis amigos y yo, mis enemigos y yo, leeremos en público pensándonos muy locos porque nos auto-consideramos la otra cara de la torta, porque no miramos gran hermano, no idolatramos a tinelli y decimos que todo ha muerto. Y que todo lo muerto ha sido cogido necrofílicamente. Dios ha muerto. El punk ha muerto. El rock and roll ha muerto. El arte ha muerto.

Nos gusta hablar de la muerte y decir “te ví escapándote de mí, yo te amaba, he muerto”. Muerte, muerte, muerte. El otro comodín de la poesía moderna increíblemente más aceptable que la palabra pija por el simple hecho de saber que hace sesenta años, sino cien, sino el nenito mal en la casa bien de la adinerada familia en el siglo quince hablaba de la muerte, pero nos volvemos tan insolubles interesantes irracionales al decir que me clavás una daga en el pecho cuando decidís cortarme el teléfono y entonces morimos, de angustia, de rabia, de ira, de muerte.

Tenemos los dedos manchados de muerte. Nunca vimos a un muerto.

Entonces pienso que alguna vez tuve ganas de ser autodidacta autogestionada feria del libro independiente y a. Pero cuando volví a mi casa después de que me machacaron el trabajo lo suficiente toda la estirpe de mis superiores, y toda la cohorte de clientes hijos de puta, para después ir a la facultad y sentir que el mundo me ha destrozado pero que más bien he muerto por vender todos mis ideales promesas sentimientos enfermos revolucionarios, me doy cuenta que no sólo no puedo escribir, sino que más bien ya no podré hacerlo.

Pero me digo una puta vez más, lo estoy haciendo. No escribo una poesía hace meses. No escribo un cuento hace meses. Y sin embargo yo era de esas que mandaban a las revistas lo mejorcito.

Me decía, no sé quién, tirá cosas en concursos. Yo le contestaba no sé qué, en algún otro momento. Pero más allá de creerse superado, tener una página en internet, masturbarme creyendo que lo que escribí aquella vez fue lo mejor hasta que un día en el hastío total de todas las situaciones que me preceden, no sólo lo quemé, sino lo defenestré, no sólo he muerto, sino que también he resucitado lo suficiente como para decirme que hasta acá (ahí) llegué. No sé quién nos dijo que podíamos o debíamos escribir, pero en definitiva también nos mandó a leer mierda para después procesar mierda, y qué es la mierda sino la reproducción de todas las otras mierdas, bien muertas.

Y yo no leí a nadie. Soy una completa chanta ridícula hipócrita próxima a recibirme de oligofrénica socióloga que nunca terminó de leer la ética protestante. Cuando vienen a decirme que lo que hago se parece a Miller, entre que me sale putear, me sale decir, no sé quién carajo es. No sé quién carajo es nadie. No sé quién carajo son todos esos que dicen que se mueren.

No tengo tiempo para leer y cuando tengo tiempo prefiero hacer otra cosa. Le decían a mis amigos, mis viejos a mí no me decían nada, que respetara a mis mayores. Entonces esa cuestión de mea culpa cristiana, sé que Deleuze existe, pero la verdad es que me chupa un huevo. Que qué carajo de profesional voy a ser. Que de qué carajo voy a hablar con todos esos muertos que no sé por qué pensaron que era mejor leer a más muertos antes de producir muerte por escrito.

Pero si sé por qué. Habremos de respetar a los mayores. Habremos de vivir sus vidas. Habremos de defenestrarlos destrozarnos saltar sobre sus tumbas asquerosas y repugantes, nosotros, porque la actualidad nos queda demasiado chica como para vivir en el pasado. Nada de buscar nuevas aventuras, hay que servirse el té como en los años cincuenta, y en lo posible tipear en máquina de escribir, y si podemos escuchar jazz en disco de vinilo sufrimos de un orgasmo onírico que nos dura, por lo menos tres semanas, y decimos, sabés que ayer me prendí un cigarro armado negro tomando té escuchando Benny Goodman, y mi mujer musa inspiradora danzaba en la oscuridad mientras yo escribía éste poema oscuro y sombrío que habla de la muerte.

Y he muerto, he muerto en el camino, en el sendero de venir a decirte todas éstas estupideces, para que te mueras vos también. Y me he cansado de ser tan políticamente correcto a la hora de utilizar las comas, los signos de puntuación, intentar no insultar, las palabras, la continuidad de los parques.

Malas palabras, son cuentos de otros, y están muertos. Pero trascender y morir nosotros, que asumimos ya que la única manera de ser recordados y condecorados en vida es mediante esa muerte efímera opiácea con la que decimos, yo me alejo de esos vivos que en realidad están muertos porque, justamente, morí como todo lo importante de la vida y de la historia, es tanto más importante que mantenerse a flote.

Y yo digo haber escrito una novela en la que alguien se pasaba los últimos dos años de su vida construyendo una máquina que terminaba con ella.

Y no quiero saber más de entierros, de dagas, de clavos, de agonías letales físicas inexistentes, torturas, sténciles, me compré el último ejemplar de, grabo un demo la semana que viene. Porque escribimos, pero no tenemos una banda de rock. Ni somos estrellas de cine. Ni nos subimos a un escenario para que nos maten. Subimos para que nos aplaudan o para que nos peguen un cachetazo. Para autoconvencernos de que es posible hacer toda ésta mierda, como la hicieron los otros muertos, y que además no somos parte del sistema, y de vez en cuando, nuestra doctrina social cambia el mundo.

El mundo está muerto.

22 abril 2011

Tao

Sol de invierno
Lluvia de verano
Yin y Yang

El odio que te profiero
El amor con que me dañaste
Yin y Yang

Saberse tan ignorante
Desconocerse tan capaz
Asumir cargos ajenos
Echar culpas propias

Retrógrados jóvenes
Viejos vanguardistas
Energías que quieren regresar
Tecnologías frías omnipotentes

El odio que te profiero
El amor con que me dañaste
Yin y Yang

No podemos vivir sin la muerte
Siempre hemos de tener algo que perder
No podemos seguir sin nuestro pasado
Siempre con la mochila a cuestas

Poderes cósmicos fenomenales y todo
Aquí dentro de estos cuerpecitos

Sol de invierno
Lluvia de verano
Yin y Yang

Disponemos de todas las piezas
desperdigadas sobre el suelo
De rodillas necesitamos ver
todo el caos para ordenarlo
Las conexiones para fundirlas
la alquimia del sol y la luna

Yin yang
Tanto te odio por aquel amor

18 abril 2011

Jirafa silente - parte 1

Se sabe, se sabe que detrás de los ojos hay cosas. Son ese conjunto de inescrutables cosas las que conforman la tensión suave, el puente endeble y aterciopelado que se tiende de ojo-a-ojo.

Qué y cuánto, hasta el hartazgo formulada la pregunta. Una mañana sin nada que hacer más que tomar un mate escuchando la radio, ver por la ventana que es un día nublado, que no haya ni una puta moneda para ir a tomar el colectivo, que el tren no la deje en ningún punto cómodo de la zona y entonces los trámites se pospongan. Pospuesto, hoy, hasta cuándo. Cuántas cosas más a posponer. “Pesimistas las veinticuatro horas, ¡cortala!” dice la radio mientras promociona una revista. Ja, piensa ella. Y que debería salir a caminar, ir a visitar a su amigo sin saber si está, sin saber en realidad dónde ir. Ahora están pasando una pieza instrumental mientras hablan de la ESMA. También mataron a doce chicos en Brasil, un loco entró y empezó a los tiros.

Todos los días es igual, y le duele la cabeza. La rutina de la  no-rutina le aplasta la cabeza, necesita le urge algo. 

A las tres de la tarde tiene que ir a tomarse el tren, esta vez sí. Pero hasta Constitución, y después el subte, asqueroso subte ruidoso subte subtepass. Ahí donde nadie te mira. Ahí donde al fin del recorrido está la facultad llena de esos playmobil pseudo hippies que aman todo lo que la academia les enuncie y les embronce. Que luchan, al mismo tiempo, contradictoriamente, por ser los más ánder, los más contraculturales. Pero  si no va, ¿qué hace? Caminar estas calles de tierra, sentarse a leer en alguna plaza mugrienta, bella plaza de otoño, mugrienta plaza conurbanense, plaza del sur, plaza de Glew o Guillón o Quilmes. Hoy el Pepe Mujica dijo que los padres tienen que prestarle atención a los hijos, que es por desatenderlos que caen en la drogadicción. El mate está lavado. La yerba es asquerosa desde el inicio.

Que llueva, que llueva. Máxima veintisiete grados. Puaj. Humedad.

Amalia tenía ganas de ojo-a-ojear, pero no se animó. Se quedó entonces escuchando que por suerte la hermana Bernarda está viva. ¡Viva!

17 abril 2011

Más desecho y más izquierdo

para la edición-e de “Desecho e Izquierdo” de Rolando Revagliatti


MAL-OGRO

Desde esa distancia no se me ven
desde esta distancia no se me ven
no se me ven las aberraciones, ¿verdad?

Intenté
mostrarme
sólo
en los aprestos

Quedé trabado, achaparrado, enjuto

Procedo de un
desvío

Lo que chorreo no es
fácilmente
discernible
No es
lo que chorreo
discernible

El amanecer no me conviene:
malogro mis
                    incertidumbres

Intenté
(en vano)
mostrarme
sólo
en los aprestos

Oigo mis voces
oigo mis voces.




Esto no puede

Esto no puede estar sucediéndome
acabemos, señores, con esta insurgencia

Esta bella espada medieval
no puede estar atravesándome
de lado a lado
Esta cabeza introducida sin mi autorización
dentro del horno de mi propia cocina a gas
no puede ser la mía
Señores, acabemos con este guión

Esta botellita de Fanta
no puede estarse también introduciendo
en mi anillo anal
¿Qué tiene de jocoso?

Estas tenazas perfectas no pueden estar
     retorciendo
los verdaderos, únicos dedos
de mis manos.

Casi en domingo II

Mute:
Digno émulo de Marcel Marceau resultó el ex subcomisario -de vocación torturador- con apellido de hamburguesa ochentosa y rasgos pétreos, leve rictus en una de las comisuras, la mirada penetrante de un duro con aires de vengador justiciero; otra alegoría autóctona del Charles Bronson de Sábados de Super Acción, con Falcón verde inglés (oliva o militar, nunca esperanza), bufoso en la sobaquera y picana a flor de piel ajena.                                                Esa misma epidermis que con perseverancia fue la destinataria de los vejámenes por los que ahora se sienta en el banquillo de los acusados. O un decir, una momia conveniente: es que el pobre de Abelardo no tiene la fuerza ni las ínfulas de antaño en el esplendor de los “años de plomo”; queda sólo su imagen menos que oblicua, yacente, cuasi mortuoria, como afrenta postrera desde la cobardía, frente a un alegato final para el que únicamente balbucea silencio.                                                                                                                                                                                  U otro cantar: Luis sabe que su mejor juego en estas circunstancias es el oficio mudo, la cara de póker ante el inevitable peso de su condena. La judicial, pronto. La social, en parte extendida, anterior.
Rewind:
“Sorpresas te da la vida…”, por lo menos en primera vuelta, presidencial, segmentada y con transmutaciones generacionales mas no ideológicas. Vale como un oro del Perú multiplicado por sus votantes el desciframiento de una conducta que tiende a repetir fracasos, ahondar horrores, profundizar injusticias, a pesar de la crítica ajena y distante (¿cuándo no está presente la mirada de los otros?).                                                                                                            Al menos, en una de sus vertientes para el ballotage, la femenina, el subrayado es inevitable. Un análisis concreto y despojado sobre las plataformas de uno y otra -y viceversa, porque en el revés se hallan detalles extras, condimentos de la praxis- llevaría líneas de investigación, comparaciones y estadísticas, para arrancar.                                        Mientras tanto, desnudo de la parafernalia estadística de las consultoras y los politólogos a cada lado del tablero, la sonriente imagen de la descendiente directa de un déspota condenado por crímenes de lesa humanidad, queda plasmada en las fotos a sabiendas que una segunda minoría del electorado invierte sus anhelos en la capacidad que ella, Keiko Fujimori, pretende demostrar si llega al palacio de gobierno peruano.                                                         Deja vu perverso de los artilugios amalgamados por la benevolencia del olvido y las conveniencias del presente, en las arenas del pan y circo que parece no extinguirse del todo en la Latinoamérica de este siglo. Aunque usted no lo crea, en palabras de Ripley.
Play:
Que nos entendemos a pesar de las palabras es una constante vislumbrada con ese toque de genialidad borgeana que se acrecienta, consolida, a cada instante de post-contemporaneidad respirado. Pero aún de este modo, de los contratiempos interpretativos en las diversas esferas de la condición humana con el/lo otro (y consigo mismo, arduo interlocutor) surge ese entendimiento superador, complejo en su sencillez.                                                                    Las palabras son el combustible indispensable que alimenta las llamas del debate, la divergencia, la discusión, del malestar necesario para la confrontación que no deberíamos postergar. Siempre, o casi, habrá temas menores, problemáticas mayores, intereses cruzados entre y por, tintas medias, extremos enardecidos.                                        Y, siempre, tiempo para jugarse a tratar esos tópicos, esas experiencias, esos cambios o permanencias;  de avanzar con esa herramienta imperfecta y exquisita que es la palabra. 

13 abril 2011

Teléfono

¿por qué no nací hoy?
si he muerto mañana
si ayer te vi con ojos cansados
si en los años que me quedan fui un pajaro hambriendo
alguna vez te he picoteado los ojos, es cierto
y he sido desgraciada
tendre mas penas que cargar
en alguna de las dos puntas del limbo
oh la culpa, la culpa
por eso me matarás
y tendré que haber nacido hoy



http://ombligombligo.blogspot.com/

Miscelánea de versos

Vomito palabras:

Fluyen,
Saltan,
Explotan,
Corren,
Dan vueltas.

¿Dónde están?
Creo que se escondieron.
Ahí, allá:
Atrás del sillón.
¡No!
Al lado del estante.
¡Tampoco!
Debajo de la alfombra.
Si,
No,
No sé.

Lloro,
Lloro a cántaros.
Abro mis canillas
Y no se cierran.
Soy una nube;
La lluvia no cesa.


Grito;
Suelto mil palabras;
Llamo
¿A quién?
A mi alma,
A mi cabeza.
¿Dónde estoy?
No me encuentro.

¡Bastaaaa a a a a a aa a a a a a a aaaa a a!


Ya.

12 abril 2011

Ve adelante

Ve adelante... como la anterioridad del rostro que cruzará sus ojos en mí, desmantelando cada sistema de gotas verdes, verdes como la miel de tu silencio que se asemeja a cualquier eterno y vasto y descomunal torrente de miel.
Voy en retroceso como la espuma, como tus sábanas en rayuela, en saltos, terribles, en absurdo, siendo hasta cuándo y hasta qué, mordiendo mis dientes por el chillido en perturbancia de la estupidez.
Somos un pasaje, nos premasticamos y mordemos insuficientes y buscamos la suma del sediento inacabado. Somos la lufadencia de un rostro que mirará con anterioridad los rostros, llenándome de caracoles las manos para trepar por las ramas del aire y colmándote de idilia sin motivo de pictura, sin motivo de colorido pero con color tan verde como el azúcar de la miel que lo abarca todo y en la sed y en la expectativa y en sus ojos de sistemas de mundo, de luz universal, de aroma tácito que penetra los oídos como pétalo de limón.
Los tiempos pasan lista al otoño con sus invitados fugaces y ocres, fragmentados, pisoteados por la escarcha, inútiles pero sombríamente refulgentes.
Los tiempos pasan, el otoño perece, las verdes son un puñado de hojarasca en tu nombre. Tu nombre en mirada, tu nombre perspectivamente visual y prenamorado.
Ve, ve hacia adelante como la anterioridad.

10 abril 2011

Casi en domingo

Primer round:
“No estoy de acuerdo con lo que usted piensa, pero daría mi vida porque pueda expresarlo”, enarboló Voltaire esta toma de postura frente la concentración mediática de sus tiempos, arduos en oposición al poder monárquico de turno.  Los siglos le dieron la razón -por lo menos a medias- con el avance de las democracias modernas y el libre ejercicio de la opinión pública a través de los canales informativos de cada época.                                                         
Aun así, cabalgando al lomo de los avances técnicos, las innovaciones sistémicas y las tendencias caprichosas de la Historia, el quid de la cuestión filosófica política en referencia a las libertades de expresión (como la “verdad”, parece difícil pensarla única y accesible en esa singularidad) permanece con la inestable latencia de una molotov intelectual de mecha corta y potente contenido. Sobre todo cuando todos parecen dispuestos a lanzar la primera piedra en pos de un discurso abierto, amplio y despojado de otro condimento que no sea el amor incondicional al decir -con énfasis- propio y ajeno.  
Los protagonistas vernáculos de las últimas décadas no se han constituido en la excepción sino en la regla que tolera excepciones para mantener la hoguera encendida y crispante; ¿o acaso esa frase teñida de una nefasta picaresca que el ex primer ministro británico John Major acuñó (“Un mundo sin periodistas”) no tuvo su eco local en los no menos trágicos `90?
Hace algunos años trabé amistad con una persona que, al poco de conocer, me arrojó una frase que no por simple deja de ser profunda: “La gente no cambia, muestra la hilacha”. Eso es lo que precisamente, y para bien común, se detecta en las últimas semanas de estos anocheceres de jornadas políticas -y por ende sociales, dado que parecería indisoluble lo uno con lo otro- que recalientan el intercambio de ideas autóctonos.
La duda sigue latente, primordial, austera pero central: ¿entre tantas libertades abarcadas por la de expresión (la cual, por ende, habilita el disenso) el mal menor no justifica, con la praxis de lo concreto, el señalamiento de una falacia corporativista que fagocita cualquier otro movimiento de protesta formal? Avalar un derecho general masivo en desmedro de un reclamo minoritario sectorial no es un ejemplo de manual, donde la corrección política equivale al 10 ético de lo intangible.     
Round II:
Desinflada. No, cortada. Desgajada parcialmente. Yacía en medio de la calle, sobre el asfalto tibio de la primera tarde del comienzo del otoño porteño. Hacía añares que no me topaba con esa postal de momento que, incluso, no presencié.
Sola. Abandonada a su gracia y suerte, a un destino clarísimo y directo.
Será porque los potreros de años ha ya no pertenecen a la postal clásica de una ciudad que fue.
Ultimo round:
Una melodía que equilibra lo distante con lo cercano, ese sumergirse tentador en aquello que no se sabe del todo certero. La apuesta que siempre es final, a doble o nada. “Tócala de nuevo, Sam…”. Again.

08 abril 2011

La inteligencia impuntual

Por Nicolás Gulliver y la sinapsis descuajeringada.

Muchas veces hemos oído la acusatoria expresión
“has llegado tarde a la repartición de cerebros”
y muchos hemos sido señalados ¿o por qué no? señalizados,
con injurias y patrañas por la carroña de baja calaña
¿Pero es la puntualidad la más superior de las virtudes?

Yo mismo recuerdo – prodigiosa memoria – el día de entrega de mi propio cerebro
supuestamente “a estrenar”, aunque cualquier descerebrado
se habría dado cuenta de que estaba usado, fallado y rompido.
Cuando reclamé por la garantía me mandaron de garante a una garita en un garaje,
y nunca volví a ver la luz de la noche.

Luego fui a la escuela sin tapujos,
y tuve que esperar quince años para, con ayuda de un chamán y su secretaria,
recordar la jornada prenatal del seso a adjudicar en nueve cuotas menstruales.
Afortunadamente lo recordé, y en un arrebato de recordura,
relaté el relato que me propuse relatar.

Era una mañana calurosa en el país de los descerebrados.
Yo estaba comiendo pan con pan, mientras veía como se arremolinaba
una multitud en torno de la avenida principal, por donde circulan los carros del ejército.
Recordé entonces, que hoy era el día más esperado por todos los que lo habían estado esperando por no recuerdo cuanto tiempo. Finalmente, habían llegado los.
¡Enormes camiones repartidores de cerebros! Desfilaban por las calles jubilosas de cráneos expuestos y mentes abiertas, y los empleados públicos extraían la mercadería de enormes volquetes repletos de materia gris y la repartían cual pan de circo ante las miles de seseras sedientas de seso.

Mmm... no me vendría mal uno – babeé abriéndome paso entre el gentío
pero la multitud era grande, algunos hacían cola desde hace días.
Incluso había familias en carpas, vendedores de gaseosa y helado.
Yo me compré uno de mora y me entretuve en la demora, hasta que me hube enamorado
de la mora y seguí por el lado que me llevó al lado de un camión demorado.
La multitud se había disipado, la entrega se había entregado
y los descerebrados habían sido cerebrados.

– Disculpe buen hombre, ¿qué le queda en materia de contenido craneal?
– Lamento decepcionarlo señor – respondió el burócrata estatal – los cerebros serios
se han agotado. Ya no quedan mas de banquero o abogado, los empresarios y militares están terminados, mire usted, incluso se acabaron los de jugador de rugby,
pese a su pequeño tamaño.

– Pero debe tener alguno que valga la pena. Después de todo este es un servicio público.
– Evangelistas, señor, conductor televisivo, inmigrante ilegal, profesor de educación física
y repartidor de cerebros. Mmm... no le recomiendo este último – susurró mientras echaba un largo trago a su botella con varias pintas de tinto con pinta de tinta.

En ese momento descubrí que ese hombre era la viva imagen de la burocracia,
y pese a no saber lo que es la burocracia, me sentí conmovido
y le tendí un pañuelo mientras decía:
– Quédese con el vuelto, como ve, yo no he vuelto.
– ¿Pero cómo podría haber vuelto si nunca hubo ido?
– Tiene razón devuelta, quédese ahora con el ido, como ve, yo ya me he ido.
No estoy tan ansioso ni perdido como para poblar mi mollera con bagatelas,
hasta la próxima temporada. ¡Adiós!

Espere, hombre, espere – dijo el repartidor mientras se quedaba con el vuelto.
Voy a consultar al depósito – agregó yendo a consultar al depósito.
Y al rato escuché que decía con gesto congestionado:
– Quedan varios de vagabundo místico con destellos maníacos y visiones incoherentes.
– Hombre, lo hubiera dicho antes ¡Es justo lo que estaba buscando!