27 abril 2011

Los morfinómanos

                              I


   Me hacían ver lo bien que estaba yo, era una mierda pero era así.
   Primero pinchaban la ampolla de morfina y presionaban la jeringa. Luego, le sacaban el aire y con un elástico apretando el brazo, buscaban la vena. Cuando se veía asomarse la roja sangre en la jeringa, ya sabías que estaba adentro. Después, se ponían un cicatrizante en pomada como si eso curara todo, tapaba todo y ya estaba.
   Yo los observaba como quien ve un circo- un ritual- una profanación. No sé como describirlo, era perder la inocencia.
   Verlos picarse de esa manera, cada 20 min., a veces menos, era tan absurdo, se iban por un instante de felicidad, de calma. Entrecerraban los ojos, dormían en los asientos y me daban el diálogo de los párpados caídos.

   Odiaba a las mujeres que eran más comunicativas, más sociables que yo, que hablaban con cualquiera, se ponían a charlar en la calle, en todos lados por cualquier excusa. Amaba más a las similares a mí, antisociales, más freaks, como quien dice.
  Pero Vero era una excepción, tal vez sumado a que era la novia de mi mejor amigo, una extraña atracción, un vicio maldito por desear el asno ajeno.
   Ella me hablaba de unos libros que estaba leyendo. Yo, mientras tanto, tomaba pala para aventajarlos un poco, pero era tan absurdo, yo levantaba y ellos bajaban, como un subi- baja monomaníaco. Me quedaba acomodando libros que no podía ni hojear, trabado por la ansiedad enfermiza del final en que me ponía la blanca, ubicándolos en la biblioteca, buscando nuevas formas, por autor, por género, etc.
   Me hablaba de Huxley, de “La filosofía de lo llano”.
   Él, Emi, entre tanto, estaba con la cabeza recostada en el respaldo de la silla, mirando boquiabierto la nada del techo. Ella, en cambio, se iba a picar al baño, fuera del exhibicionismo de su dependencia.
   Yo le recomendaba a Burrowghs, “El almuerzo desnudo” y le decía que les iba a ayudar.
   Me daba otro pase y miraba a Emi. Recordaba lo que me había contado, que la primera fue intra- muscular, pero que su primer pinchazo, el verdadero, se lo dio un amigo enfermero que sabía ponerlo bien, ya que Emi era empleado de farmacia en una clínica del centro. La segunda, por la impresión que le daba aún, ( yo no podía creer lo que hacía, me dolía a mí, pincharse diferentes partes del brazo, me hacía doler el ombligo) se la mandó, al no animarse en otro lado, en la nalga, bajándose el pantalón.
   La primera sensación era que te apretaban los hombros y luego, te soltaban y una hermosa tranquilidad te recorría todo el cuerpo, lo envolvía, se ponía tierno, mimoso, fuera de esa ansiedad que siempre lo hacía estar incompleto, agridulce, cuasi- mal, y lo mejor de todo era después de trabajar, ¡podía dormir sin tanto noctambulear de insomnio!
   Esta merca que tomaba me la había conseguido él, un contacto oscuro que tenía en la clínica, afín a la morgue y a los abortos.
   Cuando cabeza de adormidera resucitaba de entre los muertos, me contaba lentamente que en los pies re dolía, lo quería hacer ahí para que no se vieran las marcas, pues en un pico se había movido y ahora tenía todo negro una parte del brazo y, en la clínica con el aire acondicionado, debía andar con el hampo de mangas cortas.
   Luego, volvía a su amado ritual de golpear suavemente la ampolla de morfina buscando la burbuja de aire mortal que debía extraer. Me miraba y la miraba. Me decía:
   “ Lo que pasa, Adri, es que pasé por todas las drogas buscando esta sensación, a la que sólo el opiáceo me hace llegar. Me hice mierda los pulmones y la nariz hasta que la encontré, intravenosa es más saludable, llega de una a tus venas sin tener que pasar por otras partes.”
   Yo sólo lo miraba. No podía entender como podía decir que no le hacía nada malo, hasta yo sabía que lo que me estaba mandando por la nariz era dañino, pero era un autodestructivo de mierda, pero hasta ese extremo no, ni un aro me había puesto en mis años de rebeldía adolescente, si me destruía era por dentro, “ Todo va por dentro” decía y ni siquiera me disfrazaba para salir, con mis ideas ya estaba. Prefería pensar a hablar.
   Estaba leyendo mucha mierda mística y no sé como encajaban esas jeringas en todo eso pero así era, claro que el fluido tenía algo que ver, esa sensación era su divinidad.
   Tenía unas ojeras horribles, que daban impresión.
   Después de repetir el rito, él se rascaba la espalda, se la ponía roja tras el suéter de lana. “¿Qué tengo?, ¿Qué tengo?” le decía, mostrándole. “¿Seré alérgico?” preguntaba al aire, “Ojalá”, le decía ella.
   Inyectaba cualquier cosa, un tomate, una mandarina, para joder, era un niño aún, jugando con azufre ardiendo.
   Al despedirme, me dijo que había averiguado y recién con quinientos miligramos comenzaba la dependencia física, como justificándose, y yo le dije que tuviera cuidado, que a eso se lo daban a enfermos terminales, a los que estaban de última, en el suero, de a poco, hasta que la palmara, pero él lo sabía mucho mejor que yo y volvía a saludarme, como sabiendo bien lo que haría.
  
                              II

   Llevando unos medicamentos a la sala dos, a través de una puerta entreabierta, la vio por primera vez. El sol la traspasaba con su brillo de oro que regalaba como avaro antes de morir, para salvar su alma.
   Al lado de la joven enfermera, una antítesis que sólo puede generar la vida, una anciana vegetativa yaciendo en una cama.
   Se conocieron en los pasillos. Una pregunta tonta, un cruce de la cotidianeidad, un beso robado.
   Ella era diabética, él le conseguía la insulina en el puesto de farmacia. Allí también se suministraba de lo que devolvían de las camas.
   Emiliano amaba el ritual. Siempre volvía a su comunión con la aguja que tanto le divertía.
   Golpear la ampolla, limarla, escuchar el crujir del vidriecito, atarse con el lazo o con el cinturón con marcas ya de sus dientes, ver la putita burbuja que significaba aire en la jeringa y luego de hacerla desaparecer, buscarse la vena y si duele, sabés que no es ella y, cuando la embocás, tenés que ir vaciándola de a poco, soltar la mandíbula que sostiene el cinto y después, sentir como Morfeo te empuja los hombros hasta abajo, hasta sentirlo todo en las piernas, en todo el cuerpo, ese instante de belleza, de felicidad que relaja el ansia constante de esa mente enferma.
   Después de un tiempo, Verónica, más acostumbrada, a su pesar, que él a pincharse, también imitó el ritual de su ya novio, picándose con morfina.
   Vivían en una casa en el centro, una herencia del abuelo de Emiliano. Esto producía envidia y resentimiento por parte de sus familiares, tíos, tías y primos que por lo visto no se conformaron con lo que les dejó a ellos, y para colmo, metiches como eran, ya sabían en la condición en la que se encontraba Emiliano, un adicto, una mancha para la familia.
   Esto generaba la constancia de los parientes que golpeando insistentemente la puerta, recién luego de 20 minutos de su negativa de abrirles, se iban. Detestaba como miraban con deseo esa casa cuando entraban, como hablaba su tía Roberta, haciéndose la que le importaba tanto, que su salud era lo más importante, que su vida valía más, pero él sabía que en verdad lo querían muerto porque esa casa en el centro valía más que las de ellos, en zonas más periféricas. No les haría ese favor. Pero seguía aflojando la mandíbula mientras el rostro se distendía.
   Un día, Raúl  lo fue a visitar. Era un amigo del barrio, estaba pegado con la ketamina, sólo le faltaba relinchar. Se daba y se daba con keta, se bajaba un tarro por día, ya no le pegaba y metía más y más pero no cambiaba las agujas que oxidadas por la humedad del fluido, le habrían la carne, una línea roja que llegaba a un dedo gordo hinchado al extremo.
   Ella, intentando curarlo, le dijo en tono de madre que debía cuidar su higiene personal, que no fuera tan despelotado, pero luego, tratando de no mostrarse preocupada, le dijo que fuera a un médico, que podía ser tétanos. Raúl le dijo que ya había ido pero el tipo quería que se arremangara y él le decía, nervioso, que sólo era el dedo, sin corte ni rasguño, y salió de allí, alteradísimo.
   Al irse Raúl, Emiliano le dijo a Verónica que ese no se sabía cuidar, que se daba siempre en el mismo lado, el mismo brazo, que lo iba a perder si seguía jodiéndola.
   Luego de un rato, el timbre molesto. Era su primo o su tía. Eran las horas en las que venían a lanzar sus sermones, a mostrarse compungidos, a ver que tan mal estaba, cuanto más le faltaría, cuanto quedaba de él todavía.
   Cuando lograban interceptarlos el peso era inmenso. Aunque buscaran no darle importancia, la culpa heredada, la muerte siempre alarmante de sus palabras, el desprecio que se traslucía entre la lástima, los atormentaba. Ella abría o cerraba con veloces movimientos la puerta, haciéndose la sorda, con rostro cabizbajo. Él, en cambio, con una mirada molesta decía: “ Bueno...bueno”, “Sí, puede ser”, para luego comenzar a caminar o entrar en la casa, dependiendo de en que momento los habían encontrado.
   Pero entonces, sucedió lo que nadie esperaba. Verónica descubrió en el baño que tendría un bebé.
   Emiliano se enteró luego de la guardia. Comenzó a caminar por la habitación, sentándose y volviendo a andar, no podía creerlo. No se lo sacaría, decidieron tenerlo.
   Ella debía dejar un tiempo de picarse hasta que naciera el bebé. Él la respaldaría en todo momento. Se picaría a escondidas, para no tentarla.
   Un día, llamó la prima del campo, como le decía Emiliano. Era de lo mejorcito de sus parientes, no los molestaba ni tampoco pronosticaba el Apocalipsis venidero. Le salió, no pudo reprimirse en sus palabras, y le contó del nuevo familiar.
   Sin saberlo, inició la debacle. Luego de eso, sus parientes más cercanos, en territorio, no en afinidad, comenzaron a caerle uno a uno a disparar sus reprimendas, sus negativas, sus refutaciones, le decían que ya habían hecho un gran debate en el living del tío Julián y todo, como si el hijo fuera de ellos y también de ellos la decisión de darle vida. Se volvió insoportable. Golpes a toda hora, como para que reflexionaran. El peso de los parientes era demasiado. “¡¿Cómo pueden traer una criatura al mundo en esas condiciones?!”, “!Es una barbaridad!”, “!Son unos enfermos!”.
   Pero sus palabras eran vacías. No soportaban sus sermones. Emiliano le decía a Verónica que no llorara, que no valía la pena.
   Sólo la prima los convenció a irse de allí, invitándolos a su casa en un pequeño pueblo de las afueras, queriendo alejarlos de los círculos médicos donde conseguían la sustancia. Querían escapar un poco de la metódica ciudad, del ciclo cerrado de esa vida, pero más que nada, ellos aceptaron para poder huir de las presiones terribles de esas familias carroñeras que veían en su hijo al nuevo competidor, cuando pensaban que su único adversario caería pronto. Esto ya no daba para más.
   Subidos al micro de larga distancia en una mañana de sábado, Emiliano le señaló a Verónica un auto volcado en una ancha avenida, con sus pedazos astillados brillando al sol, y pasando detrás, una maratón cerca del planetario. Estaban dejando a la loca y multifacética ciudad atrás.
   Por la noche, los dos demonios llegaron al paraíso.
   Ya en el pueblo, llamado Funes, fueron a la casa de su prima. Era un pueblo tranquilo, donde el tiempo se detenía a tomar una copa para luego proseguir su marcha al atardecer.
   Después de unos meses, nació el niño.
   Nadie sabe a ciencia cierta por qué, si fue porque se consideraban pecadores o condenados o por un tema de Barón rojo que a Emiliano le gustaba, pero ese niño se llamó Caín.
   Su prima vivía sola, era viuda y ese niño simbolizaba un universo de compañía. Fue la alegría, contagiaba sonrisas en la pequeña casa.
   Sin embargo, ellos iban a buscar las encomiendas de su amigo Javier, el enfermero ( al que nunca le dijeron de la venida de un hijo), que religiosamente les proveía la morfina y ellos la guardaban con cuidado, en cajas separadas de las agujas ya usadas, arriba del armario.
   Ellos consiguieron nuevos empleos en el pueblo. Él, en una guardia nocturna, lejos de la droga, y ella, volvió a cuidar ancianas con poca arena en el reloj.
   El niño fue creciendo de a poco mientras sus padres iban anclándose más y más en la adicción. Su prima terminó haciendo de niñera, y no sólo cuando ellos trabajaban.
   En un día del Niño en Funes, en la casa de unos vecinos, entre el bullicio de los críos, su hijo incluido, Emiliano no podía aguantarse y con Verónica como campana, se inyectaba en una pieza.
   Javier, cuando no les conseguía morfina, les enviaba codeína o nubaína.
   Ellos veían corretear esa vida pequeña que habían originado, pero se entrecortaba entre las sensaciones volátiles del viaje intravenoso.
   Un día, Emiliano, sentado como siempre en su sillón del ritual, se quedó duro. A Verónica, al verlo, se le heló la sangre y fue tanto el terror que la inmovilizó, quería llamar a una ambulancia, no tenía ningún número, ¿ Cómo podía ser, ellos que trabajaban en una clínica? Pero si le veían los brazos no le iban a dar bola, para los médicos eran lo peor, unos idiotas que se hacían daño a sí mismos, aunque recordaba a ese psiquiatra que medicaba y todo y terminó en un psiquiátrico por la keta porque pensaba que no se le iba a ir de las manos pero quedo pegado. Y todo eso pensaba al mismo tiempo que repetía “Emiliano” alteradísima, golpeándole el rostro, poniéndole agua en la cabeza, buscaba reanimarlo, levantarle las piernas, todavía tenía pulso, no le salía la voz para gritarle a la prima, agarraba al nene que por la tensión se había puesto a llorar y lo llevaba a la habitación a dormir mientras él seguía ahí, quieto, duro. No sabía que hacer.
   Empezó a marcar el número del amigo enfermero cuando lo vio reaccionar, volviendo en sí. Cuando le contó todo lo que había pasado, que casi se moría, que ella no sabía que hacer, que llamó a cualquiera, que tenían que buscar un número de emergencias, que el nene se había asustado, Emiliano no pudo hacer más que sujetarse el rostro y ponerse a llorar, desconsolado.

        

                             III


   “Cuando le ponen un nombre a uno es como si lo marcaran.
   Algo de esto sentí cuando volví hace poco a Funes.
   Allí nací, allí mis padres murieron uno a uno. Primero él, al poco tiempo ella y yo quedé al cuidado de mi tía. La morfina se los llevó a los dos.
   Luego supe que mi casa, la que ahora ocupo, en los tiempos en que murieron mis padres, fue desvalijada por completo.
   Al enterarse la familia del fallecimiento, fueron todos a la casa del centro que habían dejado sola, y se abalanzaron como buitres, repartiéndose los bienes o bien, disputándoselos como perros a un mismo hueso, sacando muebles, cubiertos, la platería de mi abuela materna, los pocos electrodomésticos y hasta las manijas de bronce de las puertas. La habían dejado pelada.
   Con ayuda de mi tía, pude volver a empezar en esa casa.
   No recuerdo mucho mi infancia en el pueblo, ella no me hablaba mucho de eso.
   Vivir en la casa que una vez fue de mis padres, me hizo reencontrarme conmigo, con una parte que también yo era.
   Ahora ya ha pasado un largo trecho pero al volver, como el personaje del ciego escritor, ese pueblo aún recordaba.
   En esas calles, me enfrenté al estigma, al rechazo y a la enemistad.
   Ni bien se enteraban quien era, o mejor dicho, cuál era mi descendencia, me miraban mal, me hablaban con monosílabos, me cerraban la puerta en la cara. Mis padres simbolizaban lo peor de lo peor, la bajeza máxima, la maldición eterna.
   Yo, Caín, como si tuviera la marca en la frente, terminaba siendo la continuación, el paralelo de mis padres. En las mezquinas y cobardes mentes de esa gente yo era lo mismo            que ellos, lo mismo de enfermo, de maldito, de basura despreciable. Yo había cometido un hecho aberrante, haber nacido de esa progenie.
   A esta gente le parecían bichos demasiado extraños.
   Tengo que comprender su miedo a lo desconocido, el contexto de hace unos cuantos años atrás. ¡ Imagínense a una pareja de morfinómanos en medio de este pueblito alejado de todo!”                                                        


  
   
   

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