25 marzo 2012

Educación vital


Sé una bola y desenvolvete. No dije que te envuelvas, dije que seas una bola. Ahora desenvolvete despacio. Abarcá más. No tenés que sujetar nada, tenés que abarcar más. Esperá, vamos afuera, acá adentro no se puede hacer nada, entre que las paredes y el techo al final no se puede hacer nada. No veas las estrellas, no necesitás verlas para saber que están ahí, ya lo sabés y no te hace falta estarlas viendo. Sé una bola y desenvolvete. Haz como te dije. Más. No, no vas a llegar a las estrellas, están allá aunque las veas acá y vos seguís acá. Más. Acomodá una pierna bien para que te sostenga, caé solamente sobre la pierna. Ahora la otra, ves que te venís para acá, con la pierna tenés que sostenerte. Decime que sentís las piernas, la fuerza, el uso, cada músculo ¿No? Hazlo. Probá cada músculo para recordarlos, ya los conocés, recordalos. ¡No, no bajes los brazos! Esto es una pausa, no te tenés que detener. Volvamos a continuar abarcando, podés intentar seguir con un brazo y después te concentrás en el otro. No dije que hubiera que ser parejo, hay que hacerlo y punto. De la forma que sea pero que sea, dale. Haz lo mismo que hiciste con las piernas, ahora con los brazos. Bien. No bajes la mirada, no me mires. Con recordarme te alcanza. Me escuchás, no necesitás verme. Seguí. Muy bien. Muy bien. Esto es lo que tenés que hacer, veo que aprendiste bien la idea, seguí. Sentí cómo, abarcando más y más, todo lo que abarcás te abarca. Dejá que todo lo que abarcás te abarque y te sienta. Sé sentido por todo. Más abarcás, más sos. Así sea hace, te felicito. No te enorgullezcas, no han de importarte mis felicitaciones, son una cosa más entre todo lo que tenés. Si te concentrás en una, dejás de tener las demás. Así como hacés es lo que tiene que ser. Ahora me voy para que puedas abarcarte a vos mismo. No te preocupes, no dejes que eso te detenga. Si querés sabé, sabé que te estaré recordando. Y recordándote sabré que estás bien.

07 marzo 2012

Cauce de agua, corriente que el tiempo dibuja.
Y el ojo de un baqueano preciso, sabe
de los ritmos de este río, sabe cuando
cambiará su pulso, pulso que trae
esa tinta que logra, entre la pesadez
y el amor del alma, que una corriente
se aquiete.

(Al horizonte el cauce cae, como todo.
Como en un sueño el agua se aleja
y nuestro corazón desespera, sin fuerza,
frente al destino que la verdad aqueja)

La vista se frunce ante la tormenta
que los vientos traen a nuestro cielo.
Y en este tiempo incierto
un murmullo frenético llega a mí
desde el centro de los campos.
Miles de espíritus vuelan en torno
a la inverosímil muerte.

Decido escapar al instante que el cielo
enrojece. Los espíritus murmuran
viejos deseos, pero no seducen
a mi paso que deja atrás a la muerte
que desvanece.

Ahora el ojo de un baqueano preciso
nos sumerge en las aguas, nos trasmigra
a otro río donde todo se une y al pecho
celeste expande, por estas nuevas corrientes
quietas.
la mano
que sostiene mis párpados
previene
una nieve
la nieve del piano
la muerte primera
el incendio
de los troncos
en el alma
y esa calidez
angustia monótona
penetrante clave
de sol de hierba de lunas

no,
no es esta la tarde
en que nombré los nombres
sin agua
sin duelo
encorvado
dispuesto al silencio
mutando
en el clarecer
de los bordes de un río

aquí estoy
tapando las piedras
con mi sombra inerte
y les insisto
les recuerdo
que pasaré mañana
tal vez más sordo
con la impedancia
los climas índigos
y me golpearán
tal vez los mismos
cráteres del aire

06 marzo 2012

Encuentros


No servía de nada que caminara e insistiera en caminar porque su única verdad era que caminaba en círculos. Se encerraba en esa región que vio su llegada a la existencia y quizás tuviera la oportunidad de ver su partida, si es que no era inmortal. Se encerraba en esa región igual que decir que de alguna manera era la región la que no le dejaría ir. No se llegaría a saber.
La región en cuestión era un poblado alejado de las ciudades. No dejaba de conectarse con el exterior mediante cableados y rutas pero sus límites eran muy claros. Unas pocas calles internas estaban asfaltadas y el resto eran de tierra con escombros y baches diseminados. El terreno que rodeaba la concentración de manzanas del poblado era de una tierra seca, estéril, semejante a las calles sin asfaltar.
Como dice el dicho: Pueblo chico, infierno grande. La existencia de nadie pasaba inadvertida allí dentro. Así mismo no faltaría quien se sintiera solitario, probablemente por la incomprensión.
Los trabajos del poblado eran sencillos, los estudios eran básicos. Algunos tenían miedo de salir, otros habían salido y vuelto. Pasado el terreno circundante, aún desde dentro se pueden apreciar árboles todo alrededor. Todos sabían que no estaban rodeados por un bosque. En realidad los árboles, flacos y de muy pocas hojas, se agrupaban entre pocos y a gran distancia de los otros grupos. Esto mismo los hacía algo siniestros, parecían presencias siempre alertas. Aparte de estos gigantes de madera, tenía el pueblo el terrorífico cuento de un demonio acechante.
Todos los habitantes conocían las muchas versiones de la misma historia que sólo coincidían en que la criatura era real y despiadada. Algunas versiones referían los orígenes a un humano que se hubiera convertido, otros dirían que venía directamente del infierno, alguna, que bajaba del cielo; otra, que existía desde siempre en todos lados. Cada versión atribuía las motivaciones criminales a algo distinto, según tal o cual circunstancia, nadie pudo jamás consolidar las versiones.


Un hombre, en un eventual transe solitario suyo, había decidido apartarse de los edificios y pasear entre los colosos de tronco. Pero ver una silueta hizo más corto su paseo. Volvió corriendo a su casa. Corrió varios kilómetros. Llegó a su casa pudiendo decir una cosa, que todos esos relatos decían una verdad, que un demonio rondaba la ciudad. Hasta entonces se había hecho la idea de que se trataba de una bestia monstruosa, deforme y viscosa. Si así hubiera sido, se habría quedado hasta comprobar su visión y sólo entonces huir. Pero la silueta no era deforme y nada viscoso se había oído.
Sin embargo el horror que crecía en él, también crecía un frío interés, frío e intenso. Dada su tendencia al aislamiento y la soledad, pocos pudieron saber, y sólo vagamente, qué había ocurrido. Ninguno consentía sus intensiones de reencontrarse con la criatura, a nadie le gustaba pensar que él podía desaparecer de un momento a otro. Es que la muerte es más aceptable que la desaparición. Pero no fue así de simple que con quererlo repetiría la experiencia.
Pasaron semanas y el cuento volvió a ser una fantasía. Sus locas intensiones fueron sabiéndose para su pesar. Pasó de ser uno más a ser el suicida que quería conocer a la bestia. Una noche se encontró con un amigo con quien iría a tomar una cerveza, nada más que para pasar el rato. Conversaban mientras recorrían las calles. Él aprovechó la conversación para encaminarse a los límites del poblado. Cuando el amigo pudo entender a dónde iban lo detuvo. Sin embargo, no era mala idea tener el panorama del horizonte, así que compraron algunas botellitas de cerveza y se sentaron del otro lado de la calle exterior, una calle que daba la vuelta a toda la ciudad formando un círculo.
Conversando, viendo el horizonte oscurecer, el hombre olvidó su obsesión con la bestia. Fue entonces cuando su amigo le agarró de la muñeca y dijo con voz queda “No mires atrás”. Él miró la cara de su amigo que estaba cruzada de angustia por un miedo mortal, se notaba el esfuerzo por fijar la vista en el horizonte. Y él entendió. Y no le importó. Miró atrás. En medio de una calle, con el sol poniéndose por detrás, un hombre en sombras, un hombre de gran altura a pesar de pararse en cuclillas. El amigo le tironeó del brazo y ese instante de distracción bastó para que la criatura desapareciera.


Los días siguientes se los pasó rumiando una sospecha. No sabía por qué se le había metido en la cabeza que el monstruo se había enterado que él lo buscaba. Esos días, su amigo fue incapaz de salir de su casa, temiendo morir si pisaba la vereda. Al tiempo se le pasaría, pensaba él. Mientras tanto rememoraba la visión, ya más clara que la primera y aún sin mayores detalles, para comprender algo más sobre la naturaleza del monstruo.


Al contrario de su amigo, salió todos los días a vagar por las calles. Cada día volvía más tarde y parecía que anochecía más temprano. Era sordo a las advertencias, realmente sordo. Quizás habría sentido mucho miedo si no hubiera estado tan absorto a todo momento que algún amigo o conocido le recalcaba las probabilidades que habían de que fuera descuartizado.
Finalmente la bestia volvió a encontrarlo. Él lo pudo sentir. En esos momentos él estaba en algún lugar al borde de la ciudad. El monstruo no estaba a la vista pero lo podía sentir tan cerca. Sus pensamientos no eran claros. Tomar una decisión le era imposible, cuando lo intentaba se le nublaba la mente. Sin embargo, sus percepciones aparentaban ser muy certeras cuando en ellas se concentraba. Sentía que podía visualizar la silueta por detrás de sí cuando se dejaba llevar por esa sensación de ser observado.
No podía pensar con claridad pero imaginaba perfectamente la ubicación de la criatura. Hasta que se fijó en los extensos troncos que se erguían ante él ¿Estaban más cerca? ¿Estuvo él caminando mientras deliberaba sobre la presencia del demonio? Y se erguían cada vez más anchos ante él. Lo pasaban por los lados. Ahora habían árboles flacos y desnudos delante de él, también detrás de él y a los lados quedaban los que habían dejado de avanzar en ese momento. Se dio vuelta y vio la ciudad allá lejos.
Oyó la sequedad del follaje ceder al peso. El sonido trazaba un semicírculo fuera de su campo visual. El cielo no tenía ni una sola estrella y el aire era denso. Una columna desde las pequeñas casas se acercaba a él. Sentía una capa de sudor seco sobre su piel, una capa que en los primeros momentos pareció impermeable. El agua compactó el pelaje cuando él pudo ver a la bestia. Así parecía una persona desnutrida. Caminaba de costado lentamente dándole vueltas. Cuando reiniciaba el círculo, él la siguió con la mirada.


A los costados del cuerpo delgado del monstruo caían los brazos terminados en dos grandes manos con largas garras. Su rostro largo se inclinaba apuntando al suelo con su hocico. Pisaba el ahora barroso suelo con la punta de sus largos pies. El joven creía oír las garras haciéndose lugar entre la tierra aunque debió ser imposible, una ilusión suya oír algo que no fueran las multitudinarias gotas y el tronar de los novedosos relámpagos. Observó con suma atención para no olvidar nada antes que la lluvia hiciera imposible la visibilidad.
Más tarde callaría ante los demás la interesantísima descripción. Su visión había sido claramente la de un humano. Pero el cuerpo era todo velludo, un denso pelaje lo cubría casi totalmente excepto por el pecho y el abdomen más descubiertos. En aquel momento pudo reparar, pasada la impresión que le daba la postura bestial, en un curioso conjunto de lo que le parecieron verrugas. Eran ocho en dos columnas.
Un sonido se había distinguido entre la creciente tempestad. No era amenazador, no daba miedo. Constante como una preocupación, era angustioso. Dolor, compasión, pena. Él se quería acercar, aliviar ese dolor. La criatura dio unos pasos atrás y desapareció. No recordó nada que siguiera, despertó en la puerta de su casa. Algunos vecinos lo miraban y el cielo comenzaba a despejarse. El cielo mostraba que hacía rato que había terminado la noche.
No dijo ninguna verdad a nadie, pero habló mucho. Se formaba una nueva versión, la más terrorífica de todas. La gente del poblado encantada temió más que nunca a ese monstruo de fantasías. En su intimidad, él miraría todas las noches a la luna y solo así sería capaz de dormir.