24 abril 2011

Casi en domingo III

Primera vuelta al disco:
“Por una cabeza, de un noble potrillo…” parecen canturrear las madres salvajes de la ciudad autónoma cada vez que uno debe esquivarlas haciendo maniobras de emergencia en plena acera porteña, cotidianamente bacheada, como detalle florido del encanto turístico citadino.                                                                     

La velocidad que adquieren esos bólidos cuatriciclos -se pueden observar en su nova versión de tres ruedas- alcanzan tempos de proporción inversa al metraje recorrido en cuestión de segundos, criaturas inmersas en esas cápsulas espaciales terrícolas, progenitoras desaforadas y forajidas al volante que conduce a ambos hacia vaya uno a sospechar qué destino inmediato e impostergable. Tanto como para morder talones desprevenidos con alguna de las llantas delanteras, clavar el costado del manubrio aerodinámico de la infernal máquina en un transeúnte de mano contraria, intentar cuasi infructuosamente (a pesar de lograrlo, por insistencia perversa y obtusa) atravesar el angosto espacio entre dos mesas de restaurante y decenas de tropelías más para las que no existe “tolerancia cero”, la cual con ahínco contundente se exige en otros ámbitos de la sociedad. Blancas palomitas, los residentes momentáneos de esos vehículos, potenciales propietarios de una patología a investigar: exceso de velocidad prematura.                 
 
II, a secas:
De nada; gracias a usted; por favor, faltaba más; un placer, como siempre; para servirle, en lo que deseé…                                                

Especialistas de la Universidad Popular de Belarus han llegado al reciente descubrimiento médico/socio-cultural más relevante de las últimas décadas: el exceso de cortesía en individuos de ambos géneros, diversas edades y diferentes estratos económicos causa deterioro avanzado en áreas específicas de la masa cerebral, impidiendo el desarrollo de personalidades directas,  cordiales pero no saturadas de ornamentaciones verbales de disculpa, agradecimiento potenciado y modestia concentrada, como en un sector destacado de la población; en este tópico en particular se han detectado -lo que ha alarmado a los investigadores belorusos- niveles por encima de la media, que en analógica comparación sólo se asemejan a la contaminación tras desastres como los de Chernobyl y Fukuyima II.                                                                                               
Los autores de este informe recomiendan tomar precauciones y recaudos para no trastabillar en la delgada línea entre la educación bien entendida y la exacerbación de las buenas costumbres y el lenguaje. Por tal motivo, sugieren dosis permanentes de ironía & sarcasmo –consultar Wilde O.-, humor negro e irreverencia, mechadas con cuotas permanentes de cinismo clásico (ver Diógenes de Sínope) y aguda observación del entorno.                             
Desde ya muchas gracias a todos por vuestro tiempo para con estas líneas. The nada.          
 
A doble o III:
“Uno de mis amigos, que andaba por los cuarenta, me dijo un día: ‘¡Cada vez que me enamoro lo hago como si fuera la primera vez!’. Yo sentía pena por él; eso quería decir que no había aprendido nada. Por el contrario, para mí fue diferente en cada oportunidad: creía cada vez menos en la pasión y cada vez más en el amor. Eso no me impidió volver a enamorarme, por supuesto, pero al menos me disuadió de hacerme demasiadas ilusiones al respecto”, relata André Comte-Sponville en su ensayo filosófico El Amor La Soledad.                                      Al instante, completa: “Otro de mis amigos me preguntó recientemente qué tipo de mujeres me gustaba… Le respondí: ‘Las que no se hacen ilusiones sobre los hombres y, sin embrago, los aman’. Esas mujeres existen y es el mejor regalo que pueden hacernos: un poco de amor verdadero, de deseo verdadero, de placer verdadero… Es lo que amo en la desnudez, en la sexualidad, en el encuentro arriesgado de los cuerpos: esa verdad que a veces allí se juega, que allí se desvela, que allí se abandona… Eso supone casi siempre que se toma el tiempo suficiente para conocerse, para familiarizarse, para amarse. Después la vida pasa y nosotros con ella…”   
En el jardín de los pecados post-contemporáneos el arbusto de los frutos despojados de almibares -la sutileza de una mirada, la suave electricidad de una caricia presente, la palabra descontaminada de cotidiana amargura- es el más difícil de los manjares cosechados.    

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