25 marzo 2011

Noctámbulo

Recuerdo despertar en medio de la noche. La poca luz que podía percibir venía de la luna allá afuera, arrastrándose por entre las tablas de la persiana. Había abierto los ojos y no podía ver colores. Sentía todo mi cuerpo congelado. Sentía la calidez de la sangre corriendo, la sentía como si tuviera tácto en las paredes de las venas. Hasta creo haberla oído fluir, no puedo precisarlo ahora valiéndome de mi memoria.
Sentía preguntas sin formularse en mi cabeza, algo impedía que mis pensamientos se concretaran. Recorrí la vista por la habitación sin entender, sin siquiera preocuparme por entender. Cuando el último rincón fue escrutado por mis ojos, levanté mi torso, bajé una pierna para luego ponerme de pie y andar hasta la puerta, todo esto como si no fuera mi voluntad sino otro tirando los hilos de mí, de mi cuerpo. Salí al pasillo, fui hasta el comedor, ahí donde cambiara de habitación debía recorrer todo el recinto con mi visión. Y sentía, sentía como todo se amontonaba en mi cabeza.
Ahora pienso qué hubiera sido si, además de las formas y las intensidades lumínicas, debía introducir en mi mente las variedades de color, aunque en la noche se puedan suponer pocas y vagas. Llegado al comedor, la cabeza me dolía que no lo podía soportar, pero ningún músculo de todo mi cuerpo me permitía descargar el dolor. La confusión misma giraba en mi cabeza, un verdadero torbellino me figuro ahí dentro de mi cráneo. Así me desvanecí en medio del comedor para encontrarme horas después del amanecer en mi cama, con un cansancio mayor al que me llevara el día anterior a despedir el día y “viajar” al mundo de los sueños.
Mundo de los sueños, qué patraña tan grande, qué farsa. No me volvió a ocurrir, pero ya no sueño, ya mi mente no se consume en vano.

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