06 junio 2011

Ruleta Porteña

-¿Está familiarizado con la ruleta porteña, Licenciado Andrada?
-No puedo decir que lo esté. Recientemente oí el término por primera vez,  de boca de nuestro amigo Polenski, pero no estoy al tanto de qué es, realmente.
Silvio Gómez O’Hara, anfitrión extraordinaire, regaló a su huésped primerizo una sonrisa gentil, de esas que tanto agradaban a las señoras de sociedad y hacían que agregaran un cero al cheque de beneficencia para su museo. Abrió la puerta doble que conducía al salón de póker e invitó a las otras once personas a que lo siguieran.
-Supongo que en Europa tendrán otros entretenimientos –dijo, y ocupó el sillón enfrentado al hogar encendido-. Pero sé, Licenciado –mas corríjame si me equivoco-, que tiene cierto amor hacia las estadísticas.
-Las estadísticas son las mentiras disfrazadas de generalidades –acotó el Doctor Mitelmann, arrastrando las palabras y los restos de brandi entre su lengua. Silvio inclinó su cabeza, condescendiente.
-Podemos concordar con el querido Mark Twain, o podemos esperar la respuesta del buen Licenciado –dijo.
Miguel Andrada se sentó junto al otro doctor de la decena, Carlos Ardido, y sacó la cigarrera del bolsillo interno de su saco.
-Usted sabe que ni la Economía ni las Matemáticas son mis especialidades. Pero me tientan las Ciencias Exactas, eso es verdad, y las estadísticas son una debilidad. De allí mis escapadas a San Isidro. Son una especie de guilty pleasure, como diría el amigo Donovan.
-Well said, old mate –replicó Tomothy Donovan desde la otra punta del salón. Silvio volvió a sonreír.
-Respóndame esto, entonces –dijo, y se puso de pie-. Supongamos que doce personas, doce caballeros, se reúnen una noche en pos de póker y tragos.
-Puedo suponerlo –repuso Miguel Andrada, y el Doctor Mitelmann rió roncamente.
-Y supongamos que los doce caballeros desean… procurar otro tipo de diversión –continuó el anfitrión, como si no hubiera sido interrumpido, y sus pasos los llevaron por la alfombra bordó hacia el gabinete de las bebidas-. Supongamos que todos pueden prescindir de unos cuantos miles de euros, y que aceptan entablar entre ellos una apuesta amistosa –destapó la botella de whisky, el cristal tintineando levemente, y sirvió en los doce vasos colocados en la bandeja de plata.
Miguel Andrada permaneció en silencio, dejando a su viejo amigo continuar. Las comisuras de sus labios estaban curvadas hacia arriba y continuaban curvándose a medida que se daba cuenta de que hacía mucho que nada lo entretenía tanto.
-Ahora, y pasando por fin a las Ciencias Exactas –retomó Silvio-, supongamos que esos doce caballeros aceptan de su anfitrión cada uno un vaso con Macallan, 1965 –su tono había bajado al menos una octava, como los dos músicos del salón bien podrían haber advertido, y todo el ambiente cambió de súbito cuando Silvio comenzó la ronda dejando que Polanski eligiera uno de los vasos. Miguel Andrada pensó que se estaba tomando un tiempo demasiado severo para elegir su whiskey, y sus labios comenzaron a aflojar su rictus sonriente-. Supongamos que el fondo de uno de esos vasos, totalmente al azar, fue frotado con cianuro.
Cianuro.
Fue como si cada una de las sílabas hiciera descender cinco grados la temperatura del salón.
Cia-nu-ro.
Miguel Andrada había dejado de respirar, y sus ojos quedaron fijos en Polanski, quien ahora miraba su vaso como si allí pudiera encontrar el sentido de la vida. O de la muerte.
Silvio se corrió hasta quedar junto a Timothy Donovan para ofrecerle su elección.
-Esta es una broma de muy mal gusto, Silvio –susurró el Licenciado Andrada, entrecerrando sus ojos y buscando apoyo en los rostros de los otros invitados. Nadie lo miró. Todos limitaban su atención a la bandeja de plata.
-No es una broma, Licenciado –dijo Silvio, y sonrió al anciano Ingeniero Ravini cuando tomó su whiskey-. Hablemos de porcentajes. Me imagino que es una operación muy sencilla, cualquiera de nosotros podría resolverla. ¿Cuáles son las probabilidades de que el vaso que elija uno de esos caballeros sea el que contiene veneno?
-Esto es una locura. No formaré parte de esto –declaró Miguel Andrada con firmeza. Uno pensaría que esa es una frase que va bien acompañada con un resoplido mientras el sujeto se pone de pie, abandona la sala, con su dignidad intacta y su conciencia tranquila. Pero Miguel Andrada no se puso de pie, sino que sus uñas, prolijas y cuidadas, oprimieron el terciopelo del sillón en el que se hallaba.
-Pero, mi amigo, no se ponga así –pidió Silvio, mientras el Doctor Mitelmann ponderaba los vasos restantes-. No hace falta hacer de este juego un problema ético. Son suposiciones, Licenciado. Juegos de estadística. Uno de los vasos fue frotado con un laxante; nada más. Aunque, debo advertir –añadió con una sonrisa divertida-: Es un laxante muy potente. El desafortunado pasará el resto de la velada en el baño.
Miguel Andrada frunció su ceño y acarició su barba.
-¿Laxante?
-Laxante –corroboró Silvio, acercándosele y colocando frente a su rostro la bandeja de plata, donde ahora quedaban sólo dos vasos-. Lo del cianuro es algo para crear ambiente. ¿Cómo diría nuestro amigo Hemingway, Mister Donovan?
-Mood building.
-Ah, sí. Mood Building. La construcción del ambiente. Lo verdaderamente importante, Licenciado, no se reduce a la elección de vaso –reacomodó la bandeja frente al rostro del huésped para instarlo a elegir su whiskey; Miguel Andrada tomó el que tenía más cerca de su mano-. También cuenta su estimación de víctima.
-¿Estimación de víctima? –repitió- Pero las estadísticas no ayudan en un caso así. Es totalmente caprichoso, echado a la suerte.
Silvio dejó la bandeja, ahora vacía, en su lugar original, y fue a sentarse a su sillón frente al fuego.
-¿No es el azar una cosa maravillosa? –preguntó, como si hablara de un primer amor perdido y recordado. Comprobó su reloj de pulsera- Tenemos cinco minutos, caballeros. Cada uno emitirá su estimación de víctima, y luego se vaciarán los doce vasos en simultáneo. No se puede repetir, no se puede cambiar, y el ganador se llevará el pozo –guardó silencio unos segundos, permitiendo que surja alguna duda. Al final volvió a sonreír, privilegiando su comisura izquierda-. Lamento no ofrecer on the rocks –dijo, y varios rieron-. Por ser la primera vez del Licenciado, él elegirá primero.
Miguel Andrada lamió sus labios y hamacó el whiskey dentro de su vaso. Paseó sus ojos enmarcados por carey por sus once compañeros, deteniéndose en algunos.
-El Doctor Raúl Mitelmann –dijo.
Mitelmann soltó una risa de boca abierta y aliento espeso y levantó su vaso en dirección a Miguel Andrada.
-Podríamos acusarlo de antisemitismo, Licenciado.
Más risas, y la ronda continuó en sentido contrario a la elección de whiskey, terminando en Polanski.
-Siempre pasa lo mismo –dijo-. Nadie quiere elegir al primerizo. Todos cuentan con la suerte del principiante. Pero supongo que no me queda más opción que la de elegirte a vos, Micki.
-Sin resentimientos, Polanski.
Silvio volvió a comprobar su reloj.
-Un minuto para medianoche, caballeros. Vacíen sus vasos.
Miguel Andrada echó su cabeza hacia atrás y tomó el primer sorbo de whiskey. El sabor le recordó a su juventud en Aberdeenshire y Angus, y a Europa en general en sus tiempos de universitario.
Casi al mismo tiempo los culos de los doce vasos chocaron contra la mesa de ébano en torno a la cual se ubicaban los sillones, y apenas dos segundos después la primera campanada del reloj de péndulo junto al hogar sonó, indicando la medianoche.
El sonido fue profundo y metálico, y Miguel Andrada se distrajo unos segundos pensando en la acusmática y la escucha reducida.
-¡Oh, Dios mío!
Había sido Polanski. Casi al mismo tiempo que sonó la segunda campanada se había echado hacia adelante, apretando sus rodillas con sus manos, y escondiendo la cabeza entre sus piernas.
-¡Dios mío, Dios mío! Juré que la última vez era la última, diosmíodiosmíodiosmíodiosmío…
Miguel Andrada tuvo el impulso de ponerse de pie para ir hacia su amigo, pero algo lo detuvo. Llevó instintivamente sus ojos hacia Silvio, quien tan sólo se había recostado por completo en el respaldo del mullido sillón mientras sonaba la tercera campanada. Alzó las cejas, como un buen anfitrión preocupado, y ladeó su cabeza. Sus siguientes palabras coincidieron con la cuarta campanada.
-¿Pasa algo, Licenciado?
Miguel Andrada comenzó a sudar. Sus labios estaban separados, preparados para soltar palabras que no parecían querer ser soltadas. Carlos Ardido, a su lado, aflojó con un dedo la corbata en su cuello, perdiendo la paciencia a último momento y terminando de quitársela con un tirón desesperado y un sollozo apagado.
-Esto… esto es una locura, Silvio… -susurró Miguel Andrada mientras se ponía de pie y se sacaba sus anteojos para quitarse el sudor de su frente- ¿Qué hiciste…? ¿Qué…? –enterró una mano entre su pelo entrecano y sonó la sexta campanada.
-No haga caso a los maricones –dijo el doctor Mitelmann, echándole una mirada asqueada a Polanski, quien ahora sollozaba suavemente mientras se mecía hacia adelante y hacia atrás.
-No sea injusto, Doctor –pidió Silvio-. No todos tienen su fría calma de cirujano. Y usted, Licenciado, vamos, las estadísticas están de su lado.
Séptima campanada.
El Ingeniero Ravini parecía haberse quedado dormido en la punta del sofá, pero los leves movimientos de sus dedos decían lo contrario.
-No, Silvio, no… -mascullaba Miguel Andrada. Daba la impresión de que sus ojos se habían quedado sin párpados. Giraba sobre sus pies, mirando a los otros once hombres (octava campanada), y siempre terminaba en el patético y grotesco espectáculo que su amigo Polanski daba- Decíme que no… decíme que… es imposible… -una mano fue maquinalmente hacia su cuello, como si pudiera evitar que el whiskey siguiera su camino.
-Siéntese, Licenciado –dijo Silvio, acompañando la novena campanada-. Le pido que no ponga nerviosos a nuestros amigos. Ya no hay nada que hacer.
-¿¡Amigos!? –repitió indignado- ¿Quién le hace esto a sus amigos?
-Siendo fieles a la verdad, Miguel, vos sos el único que se está desayunando.
-Desayuno de cianuro –rió Mitelmann, y sonó la décima campanada.
Miguel abrió y cerró su boca sin saber qué decir. Sabía que lo que decía era correcto, que tenía sentido. Entonces los otros once debían estar locos. El famoso ergo de los latinos.
-Ustedes están locos… -susurró, ya derrotado, dejándose caer con pesadez en el sillón al compás de la décimo primera campanada.
-Einstein decía que la locura es hacer la misma cosa una y otra vez esperando obtener diferentes resultados –acotó Silvio, siempre calmado-. Nosotros hacemos la misma cosa una y otra vez, Licenciado, pero esperando el resultado de siempre.
Décimo segunda.
-Claro, hay uno de nosotros al que ese deseo no se le cumple.
Timothy Donovan tosió escupiendo bilis. Una mano como garra oprimió su cuello con tremenda fuerza, y la otra oprimió el pecho, desabrochando en el camino varios botones de su camisa. Tenía su boca abierta de la que soltaba un grito mudo y desgarrador. Miguel Andrada sintió que toda la sangre le dejaba el rostro cuando vio los ojos de su amigo voltearse hacia adentro de su cabeza y cómo caía del sillón hacia el piso alfombrado, vomitando casi sin fuerza y sacudiendo sus extremidades en violentos espasmos.
Nadie habló mientras los pies de Donovan terminaban su baile convulso y mientras su mandíbula temblaba, tirado boca arriba y rodeado de saliva y bilis.
Al final se quedó quieto, rígido, con sus ojos redondos y vidriosos fijos en algún lugar del alto techo. Pasaron varios segundos más en silencio, sólo acompañados por el tic tac burlón del reloj de péndulo y el crepitar tímido del hogar encendido.
-Un gringo menos –dijo Mitelmann.
Miguel Andrada parpadeó por fin, aún mirando el cadáver en la alfombra.
-Asesinos –dijo con voz suave. Respiraba con dificultad, intentando llevar el aire hacia lo más profundo de sus pulmones-. Todos ustedes. Asesinos.
-No exageremos, Licenciado –replicó Silvio algo fastidiado-. Si vamos a hablar de alguna figura penal no sería el asesinato –esperó unos segundos-. Dale, admití que fue emocionante, Miguelito.
-Estás enfermo, Silvio. Están todos enfermos.
Silvio hizo un gesto con una mano, desvalorizando las palabras del huésped.
-Bueno, pasemos a los negocios. El Doctor Carlos Ardido fue el ganador de la velada. Felicidades, Doctor, vuelve a Puerto Madero con el pozo.
-¿Vos te pensás… ustedes se piensan que yo… que yo me voy a quedar callado? –preguntó Miguel Andrada, indignado, poniéndose de pie una vez más- ¿Se piensan que voy a irme de acá y a fingir que no acabo de presenciar un asesinato?
Silvio sonrió.
-No lo sé. Decíme vos qué vas a hacer. Pero permitíme que yo te diga que la próxima vez voy a abrir un Midelton Blend, 1955, y estás invitado a venir.
-Estás loco.
-Pensá en las estadísticas.
Miguel Andrada volvió a mirar el cadáver de Timothy Donovan, que hacía unos minutos había estado riendo y haciendo apuestas. Pensó en que ése, tirado en el piso en una pileta de vómito y saliva, podría haber sido él. Podría haber sido él, en un pequeño porcentaje.
Uno de doce.
Lo miró a Polanski, ya restablecido, ya como el mismo caballero de la filarmónica, con su habitual brillo en los ojos; recién ahora entendía el verdadero origen. Miró a Carlos Ardido, sonriente y complacido, ya ni asomo del Carlos nervioso y asustado, pensando en los euros de más que entrarían en su cuenta del banco.
-Nunca te gustó perder, Miguelito. Y sabés que el whiskey irlandés te puede.
Miguel volvió a sentarse. Bien sabía que, de todas formas, uno contra diez era un porcentaje muy adverso.

1 comentario:

Nicolás dijo...

Este cuento me pareció increible. Realmente me gustó. Aunque en mi opinión, si fuera un poco mas corto sería mas genial.