19 julio 2009

El Adiós

Todas las tardes al salir de la escuela tenían los niños la costumbre de jugar en el jardín de Antonio.

Tenía un magnífico roble rebosante de ramas cargadas de hojas pájaros alegres. La fantástica sombra protegía a las criaturas en sus interminables juegos a las horas más calurosas.

- ¿Tú marido no viene hoy?-

Les mentí y oculté su estancia en el hospital. Donde yacía grave luchando una vez más para sanar su corazón de gigante Les conté que todavía estaba en las islas Martinica construyendo bungalós En el jardín, continuaba cerrada su garita donde pasaba las mañanas trabajando en madera muñecos, juegos que luego servían de divertimento para los pequeños. Nosotros nunca tuvimos hijos. No se los pude dar y él nunca quiso adoptar uno. Entré al salón y me senté en su mecedora. Allí se quedaba a vigilarlos. Mientras me ocupaba de limpiar, planchar y preparar la merienda para las exhaustas pirañas.

Se convertía en un eterno guardián al que estimábamos y nos daba igual que un anfitrión imperial, el sentimiento protector y la tranquilidad absoluta en un inimaginable entorno. Insinuándose el final del día y el final de mis tareas y el final de sus juegos.

- Fijaos bien al cruzar la vía-

Siempre les decía después de que lo despeinaran cariñosamente y cubrieran de besos. A veces les leía antes de que se marcharan. Elegía al azar un libro pues les encargaba a ellos alcanzarlo y que abrieran libremente la página. Entonces leía. Y yo ya sabía que tenía que calentar y preparar el mate. La ininterrumpida marcha de mis pensamientos comenzaba a hervir el agua. Escuchaba su voz y recordaba los casi cincuenta años de nuestro matrimonio. La memoria transforma. El amor moldea ese espacio infinito de presuntas realidades. Estimulando igual que aquellas lecturas a los niños. Nosotros cambiamos pero seguíamos unidos. Aunque todavía conservo la quemadura con agua derramada en mi muslo, cuando lo conocí con quince años. A mil leguas de hoy quedan los acendrados prejuicios por nuestra diferenciada edad. Y siempre alerta, supo izar mi felicidad cuando se inmiscuía la tristeza por muy densa que fuera. Quería embriagarme de vida. Ahora, no sé si está vivo. Vigilo a los niños y pienso. Sí, puedo imaginar un mundo muy agradable. Encontrar un discurso acogedor y acreedor de buenas voluntades. Confiar en los impulsos benévolos del corazón. Pero cada vez que éste se detenía en el pecho de Antonio, todo entraba en un túnel donde las llamas abrasaban amargamente mi alma. Tres veces con esta última. Llegáramos a Argentina con la idea de respirar un aire nuevo. Gastar los ahorros en recorrerla y durante las pausas, vivir en esta quinta y descansar. El destino nos desafió y nos puso esta amarga prueba.

Sobre el blando césped moteado de flores, las aves gustaban de las semillas de la centinodia. En un rincón, los pequeños armaban un rompecabezas en el cual debían colocar las fichas y crear figuras. Ahora parecía que daban forma a un gato. Pues tenían puestas unas ramitas a modo de bigotes. El sol mientras tanto encajaba en el salón como una ficha más arrojándose sobre el piso, y ya tanteaba mis pies. Aquí disminuía mi cansancio, se calmaba mi preocupación y vigilaba en silencio los movimientos de los niños. El sueño me tomó en sus labios y me susurró los lugares que todavía nos quedaban por visitar. Un retrato gigante de su rostro joven. Sobre la cama nuestras maletas abiertas. Unos brazos con guantes negros depositaban ceremoniosamente la ropa de invierno. Sentí un olor a cera quemada y me desperté. Todo continuaba en su lugar. Aunque la tarde había vencido pues del sol quedaba un dulce candor en el aire y largas sombras sobre el jardín. Noté en falta a Rebeca. Me levanté y me acerqué a preguntarles pero de inmediato sobresalió su linda cabecita dorada por una brecha abierta en la tapia. Con la boca sujetaba un hermoso clavel rojo y me miró inocente. Acomodó la tapa que tapaba aquel hueco y me regaló la flor.

- Ven conmigo. Hoy me ayudarás a preparar la merienda-

Llené de agua un jarrón y corté el tallo al clavel, introduciéndolo lentamente mientras ella ponía el mantel blanco, ordenaba vasos, platos, y cortaba el pan duro. Me miró de reojo y me preguntó si extrañaba a Antonio. Ella rezaba para que el barco lo trajera prontito de vuelta. Prendí el fuego y vertí leche en un cuenco, batí tres yemas en otro y comencé a empapar los panecillos. Con la creencia de que tras su inocencia, albergaba un pacto secreto, escrito en mis ojos. Abrió las ventanas y me obligó a salir.

Fui hasta la calle y escuché un fuerte motor que se acercaba. Alguien encendió las luces despertando el interés de las polillas. Llegó más cerca el ruido de aquel motor ensordecedor. Provenía de una gran motocicleta amarilla conducida por una mujer que venía con la mano en alto saludándonos. Los pequeños se pusieron en seguida a gritar ofreciendo sus delicadas voces en el borde de la tapia. Tenía el pelo suelto golpeándose en el aire como la cola de un pez, y me pareció ver en sus brazos desnudos lunares que semejaban estrellas fugaces. La contemplé hasta que se convirtió en un punto. Imaginé que también ella leyó en mis ojos aquel pacto secreto. Que anhelaba mantener distante la hora definitiva. El adiós seguido del silencio profundo.

Rebeca estaba repartiendo en la mesa la limonada mientras todos comían. Hablaban bajo. Me puse a revisar la biblioteca. Ellos ya se iban retirando de la mesa y se acomodaban alrededor de la mecedora con la esperanza de que el taller de lectura funcionara aquel día. Retiraba un libro y lo ojeaba estudiando la posibilidad de que fuera aquel y no otro el elegido. Encontré un libro sin tapas. Lo retiré y miré su primera página. Sólo tenía el título. El adiós. Me senté y me puse a leer.
- Fijaos bien al cruzar la vía-

Me despeinaron cariñosamente y me cubrieron de besos.



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1 comentario:

Anónimo dijo...

Tras un periodo no demasiado largo, un mes y medio, me doy cuenta de que este cuentecito mio está publicado aquí. Sólo comentar el rencuentro pues ando muy perdido de mis tríbulas literatas, que resurgen menos de lo que yo quisiera.

El primer párrafo es un acopio del comienzo del Gigante egoista de Oscar Wilde. El estilo es el de alguien que leyó en demasía hace bastante, y ahora en aquel modo intenta recuperar las venas de Poe etc