02 agosto 2009

El rey pálido

El rey rastrillaba la mesa con sus dedos mientras inhalaba profundas bocanadas de aire, y de su boca brotaban carcajadas espumosas. Debajo del cristal de las copas y el metal de bandejas llenas de sopas hirviente, dos vasallos masajeaban sus muslos y sus pies descalzos. Ellos reían también, y todo en el salón era una espiral de humo ascendente y enloquecido festejo por el cumpleaños del monarca.
Los cuerpos de bufones livianos giraban sobre si mismos, dando alaridos y palmadas. Los músicos se mezclaban en la danza, con frescas mujeres de belleza lunar. Pues toda mujer en el reino debía colorear su aspecto, buscando ser como la luna. Ella ocupaba casi por completo los pensamientos del rey, convertida ya en su obsesión infinita.

- Pasan los siglos indiferentes para el brillo de la luna – decía entre dientes, como un murmullo inaudible bajo el peso de sus carcajadas. Ninguna de sus lívidas amantes le competía en su belleza, o quizás por un momento, pero todo se desvanecía en el contacto.

En un salón cercano del palacio, los poetas a sueldo, se preparaban para el amanecer. Debían recitar palabras suaves, que logren dormir al rey y estimulen su experiencia onírica. Calentaban la garganta con un líquido burbujeante y dejaban que se derrame por sus bocas, como luego harían con largos sonetos de rima fingida.
El rey sentía la blancura de la luna en los vidrios, como la omnipresencia de un dios ignorado, y pedía más polvo para empalidecer su rostro ojeroso.
La madre del rey, loca desde hacía tiempo, bajaba en las noches de fiesta para alejarse del ruido y bañarse sola en las fuentes del palacio. Esa era su intimidad: Cuando dejaba que el agua la llevara al lugar, del que quisiera nunca haberse ido. Sentía su cuerpo traspasando los límites de su piel y enmendándose. Limpiando todo lo que no fuera juventud. Hasta que las manos de guardias reales, la arrastraban de nuevo al castillo, devolviéndole el peso de su desagradable identidad.

Todo movimiento era cotidiano para el rey. El futuro era su memoria, y el calendario, su naturaleza. Su vida era oscilación entre el límite de la fiesta y la melancolía pura. A veces, en momentos de reflexión lúcida, comprendía la naturaleza de su encierro, pero en su frente y en cada músculo arrugado de su cuerpo entumecido, había triunfado la rendición.

Se le había hecho tarde para renunciar. Cada pequeño lujo le parecía vital. Sus hábitos estaban arraigados profundamente en un poso inaccesible de su propia oscuridad, oculto bajo mantas y frazadas de costumbre.
Cada semana, cambiaba sus ropas y sus peinados, para pasearse largamente por el salón de los espejos. Sentía una extraña calma en ver su imagen multiplicada. Miles de reflejos de rey le susurraban posibilidades que se esparcían por el salón, y le permitían olvidar su miedo de ser él, quien respire dentro de su cuerpo.

Fuera de su cuerpo, lo único que en el castillo se respiraba, era el aire de la conspiración. En los ojos de los sirvientes, oculta bajo la imagen de una alegría primaveral y años de servicio complaciente, hervía la traición. Se sabía que el reinado iba a acabar pronto, y ellos podrían despacharse del monarca ignorante, codicioso y hedonista.
Los hombres de la corte, habían elegido a su reemplazante. Los militares no iban a oponerse. Ya no quedaban asuntos que arreglar. El rey sería asesinado durante el desayuno. Un cocinero iba a poner veneno en su comida.

- Hemos gastado toda nuestra tolerancia – se oía en los pasillos - el rey ha tenido más de lo que cualquiera. Y nunca torció su cabeza, para mirar alrededor. Vivió tragando el veneno del poder, y así es que ahora, el veneno terminará de atragantarlo.
En la noche anterior, estaba todo previsto, inclusive el lacayo que llevaría la bandeja con el desayuno final.
El rey dormía, y en sus sueños llegaba a tocar la luna, mientras los sirvientes formaban alambre de púa con sus pensamientos. La tierra seguía moviéndose, el rey se reía entre sueños, y aparecía el amanecer.
Al despertarse, bañó su cuerpo en las fuentes, y entró con una amplia sonrisa en el comedor. Se sentó en la mesa y miró por la ventana.

- ¿Tus ojos pueden verla también? – preguntó al lacayo que se acercaba trayéndole una bandeja.
Era la primera vez que su señor le dirigía la palabra, y el sirviente no imaginaba como actuar.
- Tras la ventana, la luna – dijo el rey.
El lacayo la vio. Iluminada por la claridad del sol, la enorme luna pálida, se acercaba lentamente hacia el castillo. No estaba lejos. El rey miraba por la ventana y sonreía satisfecho.

- Necesito que me acompañes a buscarla al jardín – dijo el rey - Podré pararme sobre tus hombros para atraparla, ya está llegando, me viene a buscar.
- ¿Y el desayuno, su majestad?
- Eso puede esperar.

Los ojos en el castillo se retorcían de murmullo, viendo la imagen del monarca gordo, sostenido por quien debió ser su envenenador. La luna estaba llegando al jardín, y traía su sombra. El rey le abría sus brazos y ella bajaba lentamente. Lentamente, se acercaba. Cuando sintió su respiración, la luna atrajo el cuerpo del rey, para introducirlo en su campo gravitatorio. Él se elevó hasta empezar a caer, y terminó reposando dulcemente sobre la piel pálida de la luna. Los dos, ahora juntos, comenzaron a subir.


Los siguientes diez años de la vida del rey, transcurrieron entre las constelaciones. La luna orbitaba la tierra. Él se alimentaba de las nubes y disfrutaba el silencio. Hablaba con ella cuando quería, le contaba los cuentos de su reino, saltaba largamente y sentía el calor del sol en los eclipses.
Pero luego de transcurridos diez años, la luna empezó a extrañar la soledad. Había vivido enormes siglos sin nadie, y pensó que eso podría cambiar. Le había intrigado tener un amante, pero ese rey, resultó siendo un perezoso lleno de vanidad. Alguien que nunca podría acompañarla en sus fases, pues solo podía ver dentro de sí mismo. Y se decidió a abandonarlo.

Una mañana, se acercó al planeta, como lo había hecho diez años atrás, y despidió al rey de su órbita. Lo dejó en el jardín del castillo, para volver al cielo. Sola.
Él rey, no sintió tristeza, solamente un inconmensurable deseo de comer. El alimento no había sido importante durante estos años, pero al caer nuevamente en su planeta no sintió otra cosa que hambre.
Caminó ciegamente por el jardín del castillo, que no había sufrido modificación alguna. Llegó al comedor, donde sus lacayos lo esperaban como siempre. Uno de sus bufones sacó su guitarra y empezó a cantar. Las mujeres pálidas bailaban, como cada mañana, y el rey, sentado en la cabecera de su mesa, comenzó a tragar su desayuno envenenado.


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