08 agosto 2009

Malvinas

Manos moradas. Manos con fiebre. Manos frenéticas. Manos que buscan. Manos con hambre de cualquier cosa. Manos que arrojan ropa al piso. Dedos que rechazan la solidez y el frío de un reloj de oro. Uñas que se lastiman contra la cubertería de plata. Brazos que hurgan en la intimidad del baúl. Codos que se doblan, palmas que tocan el fondo, piel que se raspa, piel que no le importa. Sangre tibia entre los dedos, gotas carmesí de vida apagada. El papel violeta, las letras blancas, el rumiante de colores extraordinarios. Comodidad dada por hecho en el continente, vicio de las noches de invierno, lujo ahora, en las noches de vigilia, placer oculto que hace relamer la lengua, que la seca, que la pega, que la empasta contra el paladar. Manos que ya no buscan, manos que ahora rompen y separan el papel plateado. Ojos que ven y lloran. Ojos que comen con la mirada, ojos que brotan de ansia. Dedos que se pegotean, manos que gozan, boca que siente. Orejas que escuchan pasos, pies que corren, papel que cae al piso; papel que delata.

Cuerpo frío, lluvia que cae, manos atadas, muñecas con la soga al cuello, botas que se acercan, palabras que lastiman: “Espero soldado que haya aprendido, nunca mas a sacarle nada a un oficial”. Odio que brota, impotencia que gime. Bandera blanca y celeste que no significa nada. Hogar distante, al que no volverá jamás.

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