04 noviembre 2009

Miro alrededor o "copia adaptada de the wall"; Segunda Parte o "disco dos"

B

I
Dimos una vuelta, cambiamos de habitación, pasamos a otro pasillo, mucho más amplio y oscuro. Un muro gigante, con un tipo apoyado en él era el que estaba en el primer cuadro de este pasillo.
-¿Creés en eso de la voz interior? Después de querer suicidarme siete veces, empecé a escuchar algo que me gritaba desde adentro: “No te rindas sin pelear; ¡¿qué hacés tirado ahí, sólo, como un mediocre pidiendo piedad?! Ayudáme a llevar esta carga, maldita sea.”. Un conocido me dijo que esa era la voz de mi alma… ¡Puf! ¿Alma? Ya no estaba para esas cosas. Era sólo una fantasía, que me hacía cada vez más demente… ¿Una voz que me daba esperanzas…?

II
Se hizo otro silencio incómodo. Se sentó en una silla de por ahí. Empezó a llorar. Enfrente de nosotros había otro cuadro: Un prisionero adentro de una cárcel de metal plateado.
-Me encerré en mí mismo – dijo, llorando -. No quería a nadie más. Pero no por tanto tiempo. Es fácil pedir estar sólo, alejarse de la sociedad. Lo difícil es querer alejarse de la soledad y volver. Necesitaba saber que alguien estaba cuidándome desde la realidad, estando yo encerrado en mí mismo…

III
Se paró de repente y avanzamos al otro cuadro: Una habitación con un piano, una computadora y otras cosas irreconocibles.
-Me creía el mejor ahí, sólo, donde estaba… Era yo mismo, sin la contaminación del resto de las personas. Tendría todo lo que quisiera, cuando quisiera. Me podía crear un mundo para mí. Pero, ¿de qué serviría si estaba sólo, si no podría volar sin nadie, si no podría estar con ella? Gritaba a las paredes de mi habitación preguntas estúpidas, y no me respondían…

IV
Una iglesia aparecía en un cerro alto, en el cuadro siguiente. Abajo decía: “Lo que no se entiende, es lo que más autoridad irradia”.
-Intenté buscar esperanzas o respuestas en todos lados. Hasta se me cruzó por la cabeza ir a la iglesia. Pero como leí (y lo más importante, entendí) a Nietzsche, no lo hice. Por suerte…

V
Aceleró su paso hasta el próximo cuadro: Una jeringa oxidada en una mesa de madera vieja era la imagen principal del cuadro. De lado se veían personajes raros y manos y caras volando alrededor. Abajo decía: “Quien opta por la virtud, renuncia a las ventajas; y viceversa”
-… Por suerte, encontré en otro lado la “savia” del señor (así le decía al polvo blanco) – se sonrió irónicamente, como siempre – Ella lograba el efecto que necesitaba: soledad, pero personajes alrededor; seguridad con un poco de paranoia para sentir adrenalina… La mejor forma de vivir. ¿Hay algo más Dionisíaco que eso?

VI
El otro cuadro tenía un gusano retorciéndose, un pie gigante amagando a pisarle de nuevo las entrañas repartidas en todo el suelo. Decía debajo: “Humildad”
-Una vez estaba sólo en mi casa y aproveché a beber del cáliz del olvido – otra vez su sonrisa irónica y estúpida – Me adormecí y la paranoia se superpuso sobre los otros efectos. Ni me sentía seguro ni acompañado. No veía nada. Corría y me chocaba con las paredes. Se acerca la hora de ir a la facultad y la paranoia no cesaba y hacía crecer la demencia. Pero tenía que ir sí o sí. Como un zombi corrí setenta cuadras (o volé) – sonrisa de nuevo – y bajé a la realidad de nuevo. Pensé que estaba bien, recuperado por que el aire fresco del viento me repondría.


VII
Avanzamos al otro cuadro: un ave blanca volando sobre los cuervos, que volaban sobre un cadáver.
-Me dije a mí mismo: “No te engañes, la vida sigue, vos estás bien, el resto son quienes te hacen mal”. Tal vez el efecto de la droga (paranoia, locura) seguía afectándome, pero al escucharme decirme eso, salté del banco donde estaba sentado (a la vuelta de la facultad… siempre a la vuelta)

VIII
Un demonio rojo ocupaba todo el cuadro, con un dedo apuntando hacia delante; y con una mirada de demencia e ironía en su rostro.
-Cuando llegué no era el mismo de siempre. Estaba violento, les gritaba a todos mis compañeros en cada momento. A partir de esa sobredosis de demencia, me empecé a despreciar a mí mismo. Mandé a todos al cuerno, los culpé de mis penas… ¡Hasta les deseé la muerte!

IX
El demonio rojo, ahora era negro. Tan temeroso como el del cuadro anterior, o aún más.
-Y es más penoso todavía: hablando con uno de mis compañeros que me estaba contando un problema, me reí en su cara y lo atormenté con preguntas incómodas; a cualquiera que pasaba por mi lado lo empujaba sin razón; a una señora desconocida la maldije sólo por su apariencia eternamente llena de fealdad… Me estaba convirtiendo en una bestia…

X
El siguiente cuadro: Unas manos gigantes ahorcando a un hombre desnudo. Debajo decía: “Quien se precipita dos veces mirando el abismo, se precipita demasiado”
-Y de nuevo esa intención de suicidio… Sólo que esta vez era diferente a lo de antes, cuando quería simplemente “irme” con un tiro en la cabeza y despedirme de todos. Ahora quería dejarles algo a quienes conocía, quería y maltraté. Pedirles perdón, y mostrarles que siguiendo mi camino no serían consumidos por dentro… Para que lo hagan y sufran, porque realmente no quería ser perdonado, sino que quería vengarme.

XI
El siguiente cuadro mostraba al mismo tipo apretado por las manos (en el anterior) todo desgarrado, apenas parecía un ser humano. Estaba partido en partes, unidas por unos hilos finos estaban cada una de sus extremidades.
-De repente, luego de acusar a todos por mis penas, me culpé a mí mismo por las penas de los que estaban alrededor mío. Lo que hice (ahora lo entiendo mejor) fue saltar de un extremo a otro, para encontrar un punto medio. Es un mecanismo despiadadamente sublime. Me sentí la peor basura de mi mundo y del real también.

XII
Un jurado de fantasmas y personajes extraños estaban sentados en un estribo. Un fiscal leyendo una acusación. Este era el cuadro que se ostentaba frente a nosotros. Abajo decía: “Hay que buscar situaciones extremas, en donde uno se precipite, se caiga o se salve”
-Abrí las ventanas de mi habitación y me pedí un castigo: me lanzaría por la ventana. Me repetía una y otra vez algunas acusaciones, me mostraba pruebas que condicionaban mi culpabilidad, empecé a recorrer estos pasillos de museo una y otra vez. Las pruebas que me justificaban no las veía suficiente y siempre las revocaba con más facilidad. No me quedó más remedio que declararme culpable de arruinarme la vida, y joder a los demás. Pero fui débil con el castigo: no me condené a saltar por la ventana del noveno piso. Debía: primero, perdonarme por ser tan idiota y tan autodestructivo; segundo, salir afuera y pedirles perdón a todos para ya no ser odiado; y tercero, empezar a reconstruirme. Debía, como castigo hacer cada una de estas cosas, en ese orden.

XIII
El último cuadro: un espejo. Pero un espejo pintado, no uno real. No se reflejaba la imagen de quien estaba enfrente del cuadro, sino que la apariencia que había ahí estaba fija y no cambiaba. Era un rostro con una sonrisa irónica y unos ojos perdidos en un punto alejado.
-Lo primero lo cumplí, y lo sabés. Ya me perdoné por ser un idiota que se hace mal a sí mismo – me dijo con su mirada inquisidora, esperando algún gesto de agradecimiento de mi parte) – Y para esto entraste a este museo: para sacarme a mí porque tengo que cumplir mi condena. Entraste para que yo salga y cumpla con mis dos próximos castigos: suplicar clemencia y reconstruirme. Entraste para eso, porque lo necesitas.

Mi guía del museo cerró los ojos, cantando: “… un sueño con vos, que locos éramos…”. Abrí los ojos y escuché en mis oídos a Charly cantando: “en los buenos tiempos… vos deseabas salir…”. Apagué el reproductor y me levanté de la silla. Me prendí otro cigarrillo, uno más. Salí de la habitación y fui a la facultad. Salí cantando: “… de tu eterno jardín, yo de mi tonto fulgor… encontrarnos es el fin y la vida el motor…”.

No hay comentarios.: