02 noviembre 2009

Musas


Martina no andaba muy bien. Los chicos ya venían hablando de eso, pero yo lo supe hace un par de meses, cuando nos juntamos en la casa de Juan allá, sí, por Febrero. Las reuniones con los compañeros de la secundaria suelen ser tragicómicas.

Convengamos que a Martina las drogas le estaban haciendo mal. Yo no niego ni negaré mi condición de ‘drogadicto’, y aunque decir ‘drogadicto’ suene mal, podés decorarlo con un ‘falopero’ si querés, y sé que vos, los chicos y yo vamos a entender de qué estoy hablando.

Entonces, Febrero, entonces Martina, entonces los chicos. Hacía cuatro veranos de la dichosa fiesta de egresados y convocamos a todos en la casa de Juan porque, justamente, hacía tanto tiempo que no compartíamos algo el grupo entero. A mí mucho no me importaba, creo que fui sólo para verla a ella, que hacía unos cuantos meses no tenía el placer de tenerla cerca. De cualquier manera terminamos siendo los mismos de siempre, riendo por las mismas pelotudeces de siempre, con la misma música de fondo de siempre.

Martina estaba ahí, en un rincón. Juan y yo sabíamos que siempre le había costado sonreír. Me acuerdo del terrible calor que hacía, a pesar de que ya habíamos raspado entre copas y un par de porros la medianoche. La única vez que le brillaron los ojos fue cuando le rocé los dedos para pasarle el faso. Me acuerdo del terrible calor que hacía, y ella estaba de mangas largas y pantalón. Estaba tan flaca, pero tan flaca, que creo que podía tomarla con una mano y levantarla en el aire. Cómo quise hacer volar su huesudo cuerpo. Había una vez una estantería, Martina me la pateó, y yo nunca tuve los huevos bien puestos para decírselo.

Parecía que la música danzaba alrededor nuestro. Yo ya no sabía qué más hacer para tenerla al lado mío, para arrancarle un par de palabras de la boca, acerca de sus padres, de lo que había hecho en éste tiempo, a esa altura de la noche, una palabra cualquiera, que simplemente separe sus labios por mí era todo lo que necesitaba para fantasearme besándola.

Estaba a punto de hablarle y fue entonces que el tarado de Pedro sacó una bolsita y usó una tarjeta y le dio un par de pases a todos. Yo no quería, de hecho, estoy intentando dejar. Cuando venía para éste lado, la miré, y no sé si la asusté, creo que soy un verdadero pelotudo, sólo lo hice para saber si estaba mirándome. Martina agarró su cartera y se fue al baño. Creí que se iba. Por suerte no lo hizo. O por mala suerte, no sé.

La escuché llorar del otro lado de la puerta. Yo me desarmé ahí no más. Quería decirle a toda costa que la amo. También, porque tenía miedo, y porque soy un poco pajero, ví a través de la cerradura qué estaba pasando adentro. Martina estaba flagelándose el brazo izquierdo con una gillette. Me asusté. Me asusté de verdad. Quizás lo que más me impactó, y es una imagen que no puedo borrarme de la cabeza, es que debajo de las recientes laceraciones había cicatrices viejas. Me habían comentado algo del problema con las drogas pero jamás pensé que fuera para tanto. Me sentí perdiéndola, no sé por qué.

Me quedé ahí afuera, asegurándome que no se destrozara. Por suerte, después de un ratito, paró, y sacó de su cartera un par de artículos de primeros auxilios y comenzó a curarse. Se acomodó la ropa, que extrañamente no se había manchado, lo que me lleva a pensar que lo hizo muchas veces, se maquilló de vuelta y salió.

Me dice: - Pablo, me voy. Yo la agarré del brazo izquierdo, no sé, para sentirla, para que no se fuera, para buscar su calor, y sin embargo estaba terriblemente fría. La sangre chorreaba a borbotones y lo único que me quedó de Martina fue la agridulce sensación de sus huesos congelados y su sangre apenas tibia, mezclándose con mi transpiración. Me llevé los dedos empapados a la cara y la pinté toda con su sangre, quise volverla por un segundo parte de mi cuerpo.

Se fue corriendo y de verdad, no la ví nunca más. No la seguí, quizás un poco por respeto, y otro poco por culpa. Desde entonces no paré de pensar en ella.

Hace un par de días me llamó Laura, su mejor amiga. Martina se había cortado las venas, y nadie llegó a tiempo para evitar que se destroce. Nadie se quedó del otro lado de la puerta. Quizás si yo le hubiera dicho algo más que estupideces hoy la tendríamos decorando nuestras vidas. Siempre la amé y no pretendo olvidarme de ella. Me desplomé en el teléfono y no supe qué hacer. Laura habló de lo mucho que ella me quería, y que todo el tiempo hablaba de mí, pero nunca se animó a decirme lo que sentía. Para ese momento yo sentí que me desvanecía, que me diluía. Me sentía un pelotudo también. Martina se murió. No está, no estará. Yo, Pablo, creo que me voy atrás de ella.



5 comentarios:

confesión por un monstruo mal adiestrado dijo...

La escuché llorar del otro lado de la puerta. Yo me desarmé ahí no más.
hermosísimo

vaaaaaaaaaaaamos ju!
(ah, y quiero decirles, gente hermosa de evohé, que no sólo invita julieta acosta, invita Fonzo, Male, Freddie, María, Nico, y toda la gente que sepa diferenciar un "vayanse todos a la concha de su madre", de alguien que estaba leyendo en serio)

Lena - Cocotúoc dijo...

Uff, que oscuro. Muy bueno, muy oscuro, MUY BUENO. Cada vez me entusiasma más lo que escribís (la zarpó lo que leíste el otro día en un lugar extemporáneo)

Y Juli tiene aguaaaante, y Juli tiene aguaaaante.

naranjita garcia dijo...

Yo no se que decir, pero me lo trague de una, exelente, lo senti en la piel...

Anónimo dijo...

Quizás es tarde para comentarios, pero me encantó. Se me puso la piel de gallina.
Facundo Ezequiel.

Ferezeben dijo...

Quizás sea aun mas tarde para cometarios pero a mi tambien me encanto. Y como no se comentar le robo un poquito a cada uno de los que comentaron antes.

Lo senti en la piel. muy bueno
Sinceramente me bolo la peluca.