19 junio 2010

Mirada Fija

Hace un tiempo, yo miraba a la luna. La miraba fijamente y mis ojos se acostumbraban a su resplandor. Lograba así ver los cráteres, los golpes proferidos por el universo que su parsimonia le impedía curar del todo. Yo la miraba desde lejos, así como todo hombre se dispone a apreciar la belleza de una mujer, desde la distancia. La miraba a través de una ventana fría en un anochecer cálido de primavera. Mi brazo se apoyaba vagamente sobre el marco metálico y mi cabeza ladeada sobre un hombro. Su luz era cada vez más intensa a medida que la noche se hacía más y más profunda.

Yo paseaba mi vista por esos puntos pecosos de aquella luminiscencia y los unía moldeándole un rostro a la luna. Una boca como una mueca burlona, una delgada nariz, pecas por supuesto, ojos y quizás cejas e, incluso, pómulos. Con total naturalidad observé como la sombra de esos cráteres llegaba distorsionada a mis ojos. Con total naturalidad y lentitud, la cara de la luna se abrió en un enorme y redondo ojo. Me miraba, me miraba con mucha atención. Todos mis pensamientos giraban en torno a esa actividad ejercida por el parsimonioso satélite. Mis pensamientos se mareaban y mi cerebro confundía algunas sensaciones. Quizás estuviera siendo presa del sueño, quizás mi cuerpo reclamaba un descanso.

Una especie de electricidad estática, toda sobre mi piel, adormecía mis percepciones táctiles y el suelo me era ajeno. El suelo y el frío del marco metálico. El suelo, el marco y la habitación que ya no me contenía. El suelo, el marco, la habitación, la ventana se alejaba y se despedía absurdamente, como pensando equivocadamente que nunca más me vería. Y allá alto, lejos del suelo y el marco y la habitación, me miraba ese ojo cristalino. Su pupila se dilataba sin iris y era un pozo eterno al interior de la luna y más allá. Más allá, más profundo, más allá. Las estrellas parpadeaban al verme pasar, me veían con ojos amarillos, anaranjados o rojizos pero sin pupilas. El parpadeo, a falta de extremidades, parecía una forma de saludo. Me miraban sensualmente con esas largas pestañas doradas.

Y se cerraba entonces delante mío la pupila de la luna. Y era un eclipse, un eclipse de sol. La tierra se posaba en medio, entre el sol y yo. Y yo podía ver un hermoso aro lumínico abrazando la masa ensombrecida del planeta. Y llegaban a mí bellos destellos, azules algunos y verdes otros. Sentía mi peso apisonando el polvillo satelital. No quise dar ni un paso, no quise soltarme de la luna. Los dedos de mis pies se cerraban como si quisieran aferrarse cual manos o garras a la piel reseca de la luna. Sentía que no tenía equilibrio. No sentía que lo perdía porque, sencillamente, no lo tenía para andarlo perdiendo. Recordando la característica flotante de la atmósfera lunar, temía caer a un interminable arriba.

Pero fue inevitable y tropecé. No sé con qué, quizás la tensión de mis piernas rompió la unión de mis pies con la gravilla. Ciertamente mi torso era elevado hacia el suelo con suavidad. Así fui depositado en la blandura de un lecho, un lecho que, al distorsionarse nuevamente la lumbre, era mi propia cama. Y no, las sábanas no estaban húmedas como cuando le escapamos a la incertidumbre de un sueño. Bajo mi espalda, sobre las sábanas, sentía una pequeña arenilla rodar. Rodaba por los surcos de mi piel, rodaba por las arrugas de las sábanas, y no era ficticia. Por la mañana me la encontraría, y no amarillenta como la familiar arena costera, sino grisácea. Y por la noche, y cada noche pues conmigo se quedaría y yo la conservaría, destellaría con un resplandor de luz de luna.

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