09 julio 2010

Es Bronce

Todo su cuerpo parecía una enorme pieza de cobre fundido, aquella vez que la vi. Yo no podía dormir, por lo que me había levantado braceando por la oscuridad hasta el comedor. Ahí estaba de pie en la oscuridad, no en el comedor, en la sala de estar. Yo había abierto la heladera buscando con qué entretener mi estómago insómnico.
Al cerrarla me daba vuelta hacia la mesa cuando vi la luz electrica del artefacto reflejándose más allá sobre el bronce del que les hablaba. Poco duró el resplandor, terminando yo de cerrar la puerta. Estaba casi perdida de vista mientras yo sostenía fetas de jamón y queso enrolladas juntas. Todavía no había adivinado la figura total y, valiente o ignorante, a ella me dirigí. De camino, reposé el enrollado sobre la mesa.
A pocos pasos ya de la sala, llegaba a mí la luz lunar de una ventana que entraba en mi campo visual. Mis pupilas se ajustaron y sorbieron los rayitos lunares procedentes del bronce y, entonces vi, una cabellera negra azabache. Me daba la espalda, de pie erguida. Miraba una ventana allá arriba en el techo, o quizás la luna, sorteando el vidrio sucio. Y dio vuelta esa cabeza, la punta de sus largos pelos de entre los omóplatos, acariciando uno, trepó sobre un hombro, cuando mis pies crujieron la madera de la sala.
Pude ver unas sombras punteando la espalda por el medio, bajando del cuello hasta la cadera. Ella me miraba con ojos almendrados que supe color miel. Debí intervenir con palabras, indagar los motivos de su presencia en la sala de mi casa. No podía emitir una sola palabra siquiera. Ella había tornado su cabeza hacia atrás, quedando inclinada para poderme ver. Sólo los ojos y una parte de su nariz respingada, le veía yo, todo de bronce, marcado color bronce. Parpadeó entonces y los músculos de su cara, tensos con la sorpresa, se relajaron y algunos me permitieron notar que sonreía.
Sus brazos caían a los lados y sus pies uno delante del otro como avanzando. Su torzo giró un poco desplazando el mundo y ubicándome mejor en su vista. Pude ver entonces un suave mentón y corroborar la presencia de una delicada sonrisa contornada con finos labios. Yo ya sentía que, por poco que fuera, bastante había sido el tiempo transcurrido e intentaba hablar, logrando sólo emitir alguna sostenida vocal.
Levantó un pie, ella. Se marcaban los músculos en sus pierna a través de la piel bronce. Todo su cuerpo cambio de posición sólo para pararse de perfil a mí. Desaparecieron las curvas que contorneaban su torzo. Sus ojos me estaban saludando y preguntando algo, no sabía qué. Su brazo pretendía llevar mi atención a la luna, quizás con ello estuviera relacionada la pregunta que brotaba de sus ojos y se deslizaba hasta la punta de la nariz, todo delineado con reflejos lunares. Lunares tenía su rostro, uno o dos aquí, algunos más imagino que tendría del otro lado.
Su brazo era levantado levemente por la caja torácica que se abría. Inspiraba. Seguía señalando a la luna. Su brazo bajaba. Exhalaba. Y con ese aliento, en un instante no estuvo más ahí. Y no la volví a ver nunca más. Pero me debe estar esperando. Seguro, porque no me deja ver a otra mujer. Así que acá estoy. Como parado en medio de la oscuridad, como sumergido en el frío de la noche, acá estoy a donde sea que vaya. Como abandonado bajo un haz de luna, acá estoy, esperando verla aparecer. Y yo respiro y me concentro en mi respiración, como si fuera a servir de algo mi suspiro, mi aliento.

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