28 diciembre 2010

Gestos.-

Gerardo levantó una mano e hizo un gesto que el mozo interpretó: el aduanero quería un café. Sentado a su lado en la confitería La Cofradía, el joven tornero Huidobro no reconoció la “ce” que Gerardo dibujó desde la punta del dedo gordo hasta el fin del índice. Vaya uno a saber qué recóndita combinatoria de experiencias haya obrado para que el tipo no supiera con 24 años que lo que Gerardo solicitaba era un café. No caben dudas de la existencia del gesto, pero en el caso de Huidobro se trataba de una marca, un rayón sin vigencia, mas no una negación. Al rato, el mozo puso un café en la mesa de Gerardo, y Huidobro no necesitó otra lección para comprender. Al día siguiente, se apropió del signo. Lo afirmó y consiguió un café sin abrir la boca.

Desde Huidobro, el gesto prendió como la fiebre porcina. No había quien dijera ni “mu” en La Cofradía, que de tan silenciosa se transformó en el templo predilecto de los monjes tibetanos que circunstancialmente pasaban por la ciudad a resolver cuestiones diplomáticas. Claro que pronto (cuando los clientes se hartaron de consumir sólo café) la “ce” dejó de ser suficiente y hubo que configurar todo un repertorio de muecas y vueltas carnero para copar el variado menú de la confitería. Tan jugada era la pirueta para pedir un tiramisú que a la postre el ídem dejó de salir.

La fama de La Cofradía corrió rápida hacia otras confiterías y comercios, y entre sus dueños comenzaron una sangrienta carrera por hacerse de los servicios de los mejores contorsionistas para escriturar sus propios diccionarios comerciales.

Los locales de ropa la hicieron bastante fácil: para adquirir una camisa, sólo había que ir con una puesta y señalarla. Los novios dejaron de regalar bombachas en San Valentín. Arduo fue para las concesionarias de automóviles: al llegar, los clientes recurrían al cliché del volantazo, y los vendedores comentaron más que nunca que nadie sabía bien lo que quería.

En las casas de servicios fúnebres se solicitaba que se dramatizara con mímicas la muerte del finado, con el propósito de definir el pack de velorio y entierro adecuado. Antonio Juan murió aplastado en San Fermín, entonces algunos de sus familiares se calzaron un disfraz de toro y pasaron por encima al que representaba al fiambre. María se quedó pegada a un consolador eléctrico en la tina. Sus allegados la dejaron pudrirse en la bañera con tal de no representar una muerte tan indigna.

Al cabo de unas semanas, fue notoria la necesidad de crear un código gestual único de compra y venta. Huidobro fue elegido presidente de la comisión de comerciantes a cargo de la faena. La sesión fue memorable.

El joven tornero se sentó en el sillón magno y dio inicio al debate. Ferlín, el representante de los carniceros, primereó la necesidad de ponerle un logos para mudos al caracú. Proponía cerrar la “ce” del café, e hizo el gesto. El mozo de La Cofradía, atento como manda el manual, le llevó un café; la costurera le arrimó un botón; la farmacéutica, un tampón; y así, uno tras otro, los comerciantes apilaron sobre el taburete de Ferlín los productos que respondían al gesto que el grandote de camisón blanco había hecho.

Huidobro, que lo miraba todo desde su sillón altivo, se puso de pie. Todos se quedaron en silencio, y el silencio era lo que el barullo de antaño, por lo que el joven tornero espetó: “¡Ruido!”

Hubo un silencio aún más profundo, o más alto, según el punto de oído. Alguien lo insultó con un gesto, y todos se dieron cuenta de lo penoso que quedaba “andate a la puta que te parió” a las monerías. Sólo así se dejaron de joder, y ahora en La Cofradía, cuando Gerardo quiere un café, se lo grita al mozo.



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