21 agosto 2011

Todos fuimos gordos peronistas


dedicado a una manga de cortos hijos de puta.


Porque volver en el tren a las siete de la tarde es una aventura indecible, una náusea inenarrable, una musicalidad repulsiva. Las peores miserias se materializan en la fila del Roca, vieja de mierda no te vas a colar y cosas así.
El precio que hay que pagar por volver a casa. Algo mucho más profundo que unpesocincuenta, algo como la abuela Altagracia sola en el living con lo que sobró del budín de pan tan rico que preparó especialmente para tu visita de una hora y pico, chupando esos mates lavados, dulcísimos pero hechos por ella que está sola y a veces alucina y llama a casa preguntando por vos. Por eso los viejos te pidieron que vuelvas. Aún cuando tenías pensado volver casi corriendo, casi suplicando que por favor te dijeran que la vida por lo general es así, una sucesión de nada-sale-como-lo-planeé, de no tener laburo y de proyectos truncados por mal armados ambiciosos o por querer llevarlos a cabo con la gente equivocada. Que la vida es que te caguen un poco, casi sin querer, que sufras como una idiota por eso y que sufras peor por entenderlo, por perdonarlo. Cagada ya estás, de pé a pá, ni tus amigos con sus cosas te pueden alentar. ¿Para qué ese aliento de palabras ya sabidas, de consejos a no seguir?
-         Má’ sé, prefiero que no me hables de nada, que nos distraigamos, que nos hagamos el amor fraternal.

Pero volviste. Empujaste lo menos posible y te subiste al vagón, quisiste llegar al último pero el guarda (aspirante a rati, vigilante, porquería) pitó su silbato de alerta y te metiste en el primero que pudiste. Atrás tuyo subió bastante gente, una nenita de anteojos con su padre, pobre nena, si tuviera un lugar le diría que venga un poco más acá, la van a aplastar. Y al lado tenés a un tipo que destila ese olor a Termidor insoportable, a paliza a la jermu, y te toca el brazo y querés gritarle que no te toque, que no ose siquiera sutilmente pasar su piel por la tuya, pero no hay lugar donde moverte. Ni un centímetro. Quizá la falta de aire te vuelve reaccionaria, quizá le estás oliendo la intención. Queda sólo esperar a llegar a la próxima estación, bajen, bajen todos, empujense y bajen pero dejenme que me corra aunque sea un cachito nomás asi este asqueroso no me roza.

La sucesión de las estaciones del conurbano son algo tan mecánico y menos mágico que la sucesión de los veranos etcétera. Podríamos enumerar, por ejemplo, el ingrediente aleatorio y malicioso del tiempo que transcurre entre supón Gerli (la estación inservible) y Escalada (la estación de la Luna) o de Glew (país de Soldi, cuna de la esquina del olor) a Temperley, ese sitio fantasmal. Nunca, jamás sabrá nadie qué limbo genera la fricción de las ruedas, las vías, los durmientes o los que duermen. Ciertamente hay momentos de suave calma, de ocaso tras las calles de adoquines que dejan verse por Banfield. Casi como segundos hogares, como si cada una de las ciudades fuera un cuarto, una habitación. A veces reís, pensando en que las clases sociales se caricarutizan, que hay un cacho de Recoleta en Adrogué tacón y bota hasta las rodillas, cupé de Lomas de Zamora, garrapiñada y chipa de Lanús. Pero es tan absurdo y estúpido, no tiene asidero. Qué te importa el asidero con este tren hasta las pelotas, con este nunca llegar.
Después de una hora diez y una estampida, pateás lo que debés hasta llegar al hogar. Todas esas plantas tan secas que te parten el corazón. Volviste. Acá estás, volviste al ritual de la llave perdida dentro de la mochila.

- ¿Te acordás cuando te dieron la llave de casa? Once prepúberes años, llave de casa, ¡gloria a Dios en las alturas! Las piernas vírgenes caminando de la escuela a la casa (como mandara Perón) para encontrar el hogar con el perfume de la soledad, la radio prendida (Castello anunciando el fin de Mirá lo que te Digo y dejando paso a Lalo Mir con Blablá) y la comida recalentándose en el horno o la Essen (porque si, los ’90 fueron terribles, pero la abuela donó algunas cacerolas) y después la siesta.
- Me acuerdo sobre todo del sueño intranquilo de la siesta. Tenía miedo, pero los vecinos, esos enigmáticos ancianos de eternos sesentaypico siempre estaban vigilando en tácita solidaridad.

Y ahí está, sentada Altagracia con los ojos anegados por una película amarillenta de olvido. Llegaste tarde, como siempre. Está en silencio, ausente. Hola abuela. Ausente, aún cuando la besas en la cabeza, entre los cabellos que percibís grasientos, sucios de nervios y horror.
Madre te explica que Altagracia por la mañana tuvo un ataque, lloró y se cagó encima porque gritaba que iban a matar, que había veneno en el mate, lloraba por su propia madre que no la iba a buscar, como si de nuevo estuviera en una carreta, atascada, sin poder llegar a la escuela por el barro y la inundación y la carencia de calzado. Ya no saben qué ni cómo hacer, ya no saben cómo vivir.
Convivir con la muerte propia es una cosa natural y sucede sin problemas mayores que cierta noción de situación límite. Pero convivir con la agonía ajena. Se hace cada día, se ve en el almacén y en las calles de tierra. Se ve en ese pibe que duerme en la estación y se hace una paja a plena luz del día, lleno de costras en la cara, costras de mugre, de la viruela mísera de la pobreza constante. Se ve en los burgueses con culpa que se quedan más tranquilos luego de repartir panfletos o de haber hecho un día de voluntariado. Pero convivir con la muerte enferma y recalcitrante del útero que te dio refugio, del útero que añorás aún en tu menopáusica situación de hija, es morir vos también.  Y nadie está preparado (aún siendo conciente de ello) para perder un pocote vida en la vida misma. Y nadie está preparado para ver cómo eso sucede. Por eso, Abuela, nos estás matando a todos.
(Por la noche vas a la estación de servicio a comprar algo, una golosina inofensiva. Te encontrás con una amiga que no veías hace meses y aprovechás el envión para escapar un rato de la tensión que te dio la bienvenida en el hogar paterno, y caminás con ella por la vera de la mal llamada avenida (qué no ven que es una ruta) porque los restoranes y las parrillas han copado todo lo que uno entiende como vereda. Algún que otro colectivo pasa cada quince, veinte minutos. No se ven bien las estrellas, jamás en tu vida has visto las estrellas como algunos creen que se ven en tu pago. Esto es una puta ciudad, una ciudad fundada y hecha para que las hordas del interior duerman relativamente cerca del río, civilizado río centro industrial y epítome de la inclusión social. Tu abuela, una cabecita negra, una campesina mesopotámica, morirá por la tarde. La ciudad seguirá viviendo. Los trenes seguirán llenándose inhumanamente. Se detendrán sin razón entre Adrogué y Temperley, los domingos serán imposibles. La gente se muere. Los trenes están repletos. Hay una cacería de almas, lo presiento. Volví para refugiarme en el útero. Volví para saborear la humedad de los árboles, para regodearme de pájaros matinales. Volví, presa de un patriotismo pueblerino absurdo. Descubrí la muerte y la besé en la espalda)



3 comentarios:

Ella dijo...

los trenes
venas bonaerenses
incrustadas en almas sublimes

Cuno dijo...

Guau!

Adrián Regules dijo...

¡Se me hizo un maldito nudo en la garganta, Malena! Y el súmnun de la nuditez en la garganta fue con estas oraciones: "Pero convivir con la agonía ajena" y "Abuela, nos estás matando a todos".
Mis congratuleishons a usted por este texto.

PD: igual a mí me gusta el tren y sus personajes, jamás sabré decir porqué (quizás también se deba a que uso el Roca, pero La Plata-Constitución y Constitución-La Plata; aunque hace tiempo que me aburguesé y viajo en bondi)