13 noviembre 2009

Instante, juego y consecuencia.

Un soleado 26 de febrero, un gigantesco vikingo perecía en el puente de Stamford saboreando la sangre y el final de su epopeya, un ejército godo saqueaba y profanaba un monasterio enclavado en las costas del Danubio, un griego afirmaba que la poesía inequívocamente es “una cosa alada, sagrada y liviana”, un soldado nipón derribaba en el abismo de la penumbra a un cazador estadounidense, un pálido guerrero sajón degollaba a un picto que frustradamente veía el avenimiento de una tormenta que marcaría un fin promulgado al infinito, un alemán profesaba magistralmente astrología en Bohemia, un poeta borroso de un reino olvidado en un lenguaje irrisorio perpetraba acaso, el mejor poema existente por ende imposible de juzgar, Mariano, un simple porteño, añadía una incalculable definición a una cargada página del diccionario. Todas esas afirmaciones son verídicas; el tiempo, es baladí.




Mariano recorría un suburbio de su querida ciudad. La melancolía era protagonista en aquel gris día del cual Mariano tiene un vago recuerdo (no por falta de memoria, sino por motivos profundamente íntimos). Sentado en un pequeño banco de una plazoleta buscando una paz que sabía ancestral, sus ojos se encontraron con los de una muchacha de piel pálida, de oscuro pelo, de altivo paso, de un rostro imposible. Más que ese rostro soñado, lo cautivó su mística aura que la envolvía en una melodía incesante y hermosa, un estrepitoso éxtasis.



Un acto irrefutable continúa el relato; Mariano se puso de pie y su sombra, su eterna y fiel compañera diurna, se precipitó a la muchacha. Con una excusa ridícula y una presentación inconcebible averiguó que se llamaba María, que sus años eran prescindibles y que momentáneamente estaba perdido en la inmensa laguna de sus ojos, en un bote que perduraba en la tranquila corriente, solo movida por corrientes interiores, intensas y harto poderosas. Decidió que la visitaría en sus clases en una facultad de una materia fascinante e innombrable. “A la efímera ilusión en un transfondo ilusorio, lo procede una tristeza inacabable, la frustración y luego, una felicidad estúpida”; esa fue la angustiosa frase en la que concluyó un día inacabable de Mariano, pues aquella muchacha extraña no era la misma María que anteriormente contempló. “La muchacha de hoy seguramente ni se llamaba María, era apenas un apodo que ocultaba un nombre profundo, como una máscara que la ocultaba a su verdadero yo, que lo protegía de un terrible demonio que merodea las calles incesantemente, cuyo nombre aquí sería imperdonable.” Se decía en un extraño pero real monólogo.



Ha pasado mucho, demasiado tiempo de esos días infames, de un amor dulce y pegajoso que es un menester del alma, la cual anhela un equilibrio constante, que requiere una vida. Mariano añadió al diccionario la palabra “Mirar” cuyo significado yace frío e inhumano; Mariano le confirió una vida y sentido al verbo de vocales y consonantes memoriosos y valorables, pues le transmitió sus conclusiones a María, comprobó en ella un alma incomprendida refugiada en un cuerpo que se defendía, alguien con quien hablar de imprescindibles temas que sus ofuscadas orejas recibían como una melodía incluso más perfecta y simétrica que la anterior. El joven renacía una y otra vez, su sueño que la sociedad mediocremente había mal interpretado, era saciado en un manantial virgen y cristalino. Creo que vanidosamente lo llamaban Comprensión al manantial dicho. Pues María era una obra literaria, la literatura era un sueño transmitido y Mariano terminó viviendo el instante.

3 comentarios:

Anónimo dijo...

¡ Caramba!, pues me gusta.

Anónimo dijo...

Me encanta, pero esta muy trabajado, mas natural tiene que salir...

Facu dijo...

Muy bueno el cuento, ya lo dije, pero creo necesario repetirlo en este medio humilde.